"Un lobo gruñón."

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Nos adentramos en un mundo salvaje e instintivo. Que se basa en las leyes básicas de la cadena alimenticia:

Devorar o ser devorado.

Carnívoros.

Omnívoros.

Herbívoros.

Pero el mundo está un poco más desarrollado.

Hay leyes. La ley de la selva prohíbe abusos. La gente vive en paz mientras exista un balance.

Los carnívoros cazan conejos, pero no invaden las aldeas por más abundantes, bonitas y esponjosas que se vean. No se meten con las familias de ciervos aunque estén gordos de tanto pasto. Hay paz entre pueblos, después de siglos en guerras constantes y sanguinarias.

Viven de peces, aves, ratas; seres sin evolucionar, con una única e insípida forma, y un único y aburrido sabor.

Pero pueden ir tras el rezagado. Darse el lujo con el distraído. Disfrutar al indefenso que torpemente se perdió. Nadie dirá nada si un día un conejo tonto desapareció por tomar el camino equivocado.

Y los carnívoros necesitan un incentivo de vez en cuando. Carne roja, tibia, suplicante, deliciosa. Un corazón acelerado deteniéndose entre sus fauces. Nadie va a alegar una muerte entre miles.

No existen estudios que lo avalen, pero no es secreto que la mayor cantidad de presas mueren durante la primavera. En la primavera la selva es bulliciosa, rebosante de amor, de feromonas, de cortejos. La fecha idónea para procrear; el mejor momento para los carnívoros, quienes ni tontos ni despistados rondan los límites de su territorio observando en silencio, agazapados, como parejas de aves, pequeños marsupiales y peludos conejos corretean felices compartiendo arrullos y mimos.

A veces corren en dos pies, disfrutando la sensibilidad que posee la piel tersa humana, a veces se persiguen a cuatro patas olisqueando el abundante aroma floral y las feromonas de los suyos que buscan procrear.

Casi todos, al menos, se encuentran disfrutando activamente del grato ambiente.

Casi todos.

Un lobo solitario yace agachado entre los arbustos, tiene sus ojos puestos en un joven lince que juguetea cruelmente con un roedor que ya ni siquiera hace el esfuerzo por escapar. Recibe golpes débiles, que lo instan a moverse, y al hacerlo es derribado sin piedad.

Pero Aemond está interesado en el lince, porque ha invadido descaradamente su territorio cuando todo el sitio emana a gritos su presencia.

Y es por ello que pronto se abalanza sobre el felino, sus ancas traseras lo impulsan en un salto rápido y ágil que le hacen posible caer encima del animal sin permitirle ni un segundo para prepararse. Se enzarzan en una batalla que no dura mucho y que Aemond gana sin más que unos cuantos rasguños.

El cuerpo inerte del lince le servirá como alimento pese a que le gustan animales un tanto más blandos. No le gusta el olor de los gatos. No le gustan los músculos duros ni la cantidad innecesaria de pelo maloliente.

Sus fauces sostienen al animal muerto cuando repara en la pequeña entretención que facilitó su victoria: un conejo. Tembloroso y tumbado sobre el pasto.

Su pelaje está manchado de polvo y sangre que huele bien a pesar de ser insuficiente para alimentarlo. Encima de la mullida maleza solo es una bola de pelo castaño que sube y baja con dificultad. Solo es capaz de percibir su cabeza porque de ella caen lacias dos largas orejas. Lo escucha respirar.

Aemond deja el cadáver en el suelo y se acerca hasta el animalillo guiado por un interés casi instintivo.

Es un ser curioso, y las cosas pequeñas le atraen. Se ha metido en varios problemas a lo largo de su vida por lo mismo.

Monogamia [Lucemond)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora