Al día siguiente mis seis alumnos asistieron a clase. Juan e Iván no se pelearon y todos mostraron una atención asombrosa. Así descubrí el potencial de cada uno de ellos: Carla tenía una gran sensibilidad artística, Juan destacaba por su memoria, Iván era bueno en matemáticas, a Pablo se le daba bien la geografía, a Miguel le encantaba la biología y Carlos hacía preguntas muy interesantes.
Pero no fue el único descubrimiento que hice. Aquella mañana también averigüé al autor de la amenaza, comparando las letras de las redacciones que me entregaron. Se trataba, tal y como había imaginado, de Iván. Esperé a hablar con él en el recreo. En cuanto los niños se dispusieron a salir del colegio para jugar, le pedí al muchacho que se quedara un momento.
―Iván, sé que fuiste tú quien escribió la amenaza. ¿Por qué lo hiciste?
El niño estaba muy serio con la cabeza baja y no decía nada.
―Quiero que me respondas. ¿Por qué hiciste algo así? Vamos mírame y responde a mi pregunta.
Iván continuó sin apartar su mirada del suelo.
―Lo siento ―musitó.
―Dime, Iván, ―insistí―, ¿por qué lo hiciste?
El niño me miró a los ojos y me respondió:
―Lo hice porque estaba enfadao con usted por castigarme.
Intuí que no me decía la verdad.
―Espero que no se vuelva a repetir ―le advertí con tono autoritario.
Iván volvió a mirar hacia el suelo y, a continuación, le pedí que saliese al recreo con los otros niños.
―Entonces ¿no me castigará?
―No, no te voy a castigar. Pero no quiero que vuelvas a hacer algo así. ¿Entendido?
Iván asintió y se fue a jugar con los demás.
Aunque intuía que Jacobo había tenido algo que ver, me convencí de que tan solo había sido una chiquillada y que lo mejor era pasarla por alto y olvidarla.
Tras el recreo, continuamos dando clase y, cuando dieron las dos del mediodía, les pregunté a los niños por el alcalde. Su reacción me dejó perpleja: se miraron unos a otros, parecían atemorizados y no dijeron ni una palabra. Entonces les anuncié que necesitaba hablar con Damián. Les pregunté si me podían llevar hasta su casa. Supuse que él podría informarme sobre quién era el alcalde y, además, aprovecharía a hacerle más preguntas.
―Nosotros podemos llevarla ―propuso Carla mirando a Juan. Este resopló, pero después asintió.
―Os lo agradezco mucho ―les dije.
Los dos niños me guiaron por estrechísimas callejuelas hasta la casa de Damián. Se trataba de una vieja casucha aislada y con una sola ventana. Carla y Juan llamaron a la puertecilla y en cuanto Damián abrió se marcharon deprisa sin decir nada.
Yo no comprendí por qué le saludaron. Al verme, Damián abrió sus pequeños ojos grises de par en par.
―¡Ah es usted! ¡Me alegro de verla! ¿Qué tal está? ―Me pareció advertir cierta falsedad en su voz.
―Buenos días, la verdad es que he venido porque quiero hacerle algunas preguntas.
―¡Adelante, pase por favor!
Debo admitir que, por dentro, la casa de Damián era sorprendentemente acogedora, con paredes pintadas de color crema que le daban una apariencia luminosa a pesar de tener solo un ventanuco por el que apenas entraban unos pocos rayos de sol.
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Bailes de Sirena
FantasiAroa abandona la ciudad donde vive y se va a trabajar como maestra a un pueblecito costero. Allí conocerá a Shasha, una joven a la que le encanta bailar y a la que los lugareños la llaman sirena. Aroa sentirá fascinación por ella, pero tendrá que en...