Send your letters off to Santa, baby.
Hoping all your wildest dreams come true.Manda tus cartas a Santa, cariño,
Desea que tus sueños más locos se vuelvan realidad.
Santa's coming for us - SiaAlgunos calificaban mi vida de emocionante —nada más lejos de la realidad. Otros, con voz ñoña y villancicos sonando de fondo (de forma constaaaante, porque os juro que los villancicos NUNCA dejaban de sonar), me miraban y me decían: «Tu vida es maravillosa, tus Navidades son tan especiales...».
Y no lo eran. Para mí no lo eran.Empezaré desde el principio: desde niña, desde que tenía memoria, de hecho, mi familia y yo siempre habíamos sido los propietarios de una de las tiendas más emblemáticas y ajetreadas de Christmas Land. Vendíamos dulces, muñecos, jerseys navideños ridículos, gorros y bufandas tejidos a mano y un sinfín de tonterías con temática de Navidad demasiado caras y que solo podían decorar las casas de nuestros clientes durante unos pocos días al año. La tienda era desmontable, así que todos los años, el día dieciséis de noviembre, la colocábamos en el centro de la ciudad que nos tocara visitar y todo el mundo se volvía loco con nuestra presencia. La tienda estaba permanentemente llena de clientes y curiosos desde el día dieciséis de noviembre hasta el día diez de enero, sin un solo momento de descanso.
¿Por qué todo esto, que tan beneficioso era para la economía de mi familia, me parecía un fastidio? Oh, no te lo he dicho. ¡Porque yo odiaba la Navidad!
Durante casi dos meses de mi vida, todos los años, mis padres me paseaban de un lado para otro vestida de elfina de Santa Claus y yo tenía que perder clases en el instituto o, mucho peor, acudir a clases por videollamada con mi vestido rojo y blanco y orejas prostéticas. Mi madre solía decirme: «Quinn, seguro que todos tus compañeros piensan que tu disfraz es adorable». No, mamá, todos mis compañeros pensaban que mi disfraz era ridículo.Año tras año, progresivamente, me había ido convirtiendo en el Grinch, muerta de ganas por robar la Navidad de una vez por todas y acabar con esa tortura. Solo había una cosa en todo ese caos navideño repleto de purpurina, acebo y papel brillante que hacía esos días un poco más tolerable: él.
Dejadme presentaros a la única persona que me entendía de verdad, que sufría tanto como yo: Josh Carter.
La familia de Josh, al igual que la mía, se dedicaba al negocio de las ferias de Navidad. Ellos tenían una inmensa noria que tardaban varios días en montar y desmontar y que, al igual que el negocio de mi familia, nunca estaba vacía. La enorme noria de los Carter siempre se situaba justamente frente a nuestra hermosa tienda y era habitual que Josh y yo pudiéramos comunicarnos con miradas a través de la ventana.
Durante las tardes, yo me sentaba en un taburete de madera detrás del mostrador y cobraba de forma ausente un sinfín de manzanas de caramelo, galletas de jengibre y brillantes adornos para el árbol de Navidad. De vez en cuando, alzaba la vista a través del cristal y lo veía ahí, en el frío, con su gorro de lana y guantes, ayudando a los clientes a subir y bajar de la noria con una sonrisa. Fingiendo que estar allí no le resultaba un auténtico fastidio, como a mí.
Josh era un par de años mayor que yo. Era guapo, más que guapo, diría yo, y tan abierto y agradable que nadie habría podido decir que él también odiaba la Navidad. Él también odiaba las clases online —por lo menos sus padres no le obligaban a acudir vestido de una criatura mitológica—, estar lejos de sus amigos y tener que vivir en una caravana durante dos meses.
Josh y yo nos veíamos todos los años, pues nuestros padres siempre se ponían de acuerdo para acudir a las mismas ciudades y, junto a muchos otros feriantes, conformábamos Christmas Land. Nos habíamos hecho amigos siendo niños y ahora, a mis dieciséis años, él era lo único que yo esperaba ver cada año. ¿Estaba enamorada de él? Bueno, esa podía ser una manera de verlo.