IV.

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Pasó una semana.

Cellbit no dejó de cuidar a Roier ni por un segundo. Habían dormido en la misma cama y al pelinegro solamente le quedaban unas marcas violáceas sobre la piel. Sin dolor.

Su labio seguía un poco hinchado y el fisiólogo venía cada tarde a desinfectarle especialmente esa herida.

A los esclavos de Sol y Luna que se habían escapado, no los encontraron. De alguna manera el Príncipe se alegró porque creía que, si los veía de nuevo, los mataría.

Roier sonreía más. Parecía más fresco, más feliz mientras más cerca estaba de Cellbit. Éste había traído el laúd a la habitación y le tocaba las canciones que ambos componían mientras Roier le
cepillaba el cabello. Lo abrazaba con fuerza para que se tomara la medicina y Roier se rendía en sus brazos bebiendo el líquido amargo.

No habían salido de aquella habitación y los rumores se volvían peores.

Incluso la Reina Bianca había pegado la oreja a la puerta en medio de la noche.

— No, mi abuela le decía Guapito a mi abuelo. Nunca dije que ella me llamaba así. —Roier le lanzó un hueso de sandía directo a la cara.

— Aun así, Guapito suena lindo para ti.

— No es cierto. A mi abuelo le quedaba mejor. Era muy guapo.

— Como tú. —Cellbit le metió un pedacito de sandía a la boca y Roier lo mordió. Se le aventó encima y ambos rebotaron sobre la cama.

—¡Yo no soy tan guapo! Además, Guapito debería ser un nombre sagrado. Está escrito en su tumba. No soy digno de que me llamen así. —recostó su cabeza sobre el pecho del Príncipe y Cellbit descansó las manos en su esbelta espalda.

— ¿Cuánto hace que tu abuelo murió?

—No lo sé. Sólo recuerdo el largo viaje hasta Lethon para su funeral.

Lethon.

Cellbit se levantó rápidamente de la cama y Roier rodó hasta alcanzar la fruta.

— ¿A dónde vas?

El ojiazul caminó hacia una de las gavetas y sacó una pequeña cajita de entre la ropa.

— ¿Recuerdas que te había traído un obsequio desde Lethon? No pude dártelo esa noche. Lo olvidé por completo —Roier se sentó en la cama y corrió el velo del dosel para verlo mejor. Cellbit se acercó con el regalo y Roier estiró su mano emocionado. No obstante, el castaño se arrodilló con una pierna en alto a la orilla de la cama— Prefiero ponértelo yo mismo.

Tomó entre su mano el tobillo desnudo de Roier y lo posó sobre su rodilla. El menor estaba atento a cada uno de los movimientos sin dejar de mirarlo con sus bonitos ojos.

El Príncipe abrió la cajita y un resplandor sobresalió iluminándole la sonrisa.

Era un brazalete de oro con incrustaciones de zafiros en forma de lágrimas.

Dos dijes de un Sol y una Luna entre cada piedra eran el complemento de dicho regalo que lo hacían perfecto y elegante.

Con dedos torpes lo abrazó al delicado tobillo que contrastó de una manera sublime con la piel color miel del menor. Lo abrochó y escuchó un jadeo sorpresivo por parte de Roier al ver tan refinado tesoro sobre su pie. Le elevó suavemente la pierna para que lo viera mejor.

El otro estaba boquiabierto con el sabor a sandía todavía impregnado en los labios.

Cellbit recorrió lentamente la vista desde el pie hasta la boca de Roier. Totalmente perdido. Encerrado en un ensueño que ya lo tenía tentado desde hace varios días: el olor que dejaba impregnado en la almohada, los abrazos que le daba dormido, su risa escandalosa a mitad de la noche, su berrinche cuando le pidió que le masajeara la espalda, los desayunos a medio día y su aliento rozándole la nuca durante esos días fue más que suficiente para por fin aceptarlo. Admitirlo. Y era hora de comprobarlo.

Esclavo de Luna || GuapoduoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora