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Diez años después

Freen miraba el ataúd en el que yacía su padre.

Seguía siendo difícil creer que hubiera muerto, que un repentino infarto se hubiera llevado sin previo aviso a un hombre que nunca había estado enfermo. Siempre había irradiado tal fuerza, tal vitalidad que el shock de una muerte tan inesperada seguía haciéndolo imposible de creer, afortunadamente, porque su madre les había pedido a su hermana y a ella que mantuvieran una actitud digna durante el funeral.

Su padre debía sentirse orgulloso de ellas.

Aquel día se celebraban las honras fúnebres por sir Marco Armstrong y había cámaras de televisión en la puerta de la catedral grabando su llegada, por no hablar de la innumerable cantidad de caras conocidas que habían ido a darle su último adiós: políticos, empresarios, gente del mundo de la hípica. Freen podía oírlos sentándose en los bancos detrás de ella. Saludándose en voz baja.

Al otro lado de la iglesia estaban sus socios, sus ejecutivos, sus colaboradores... su otra familia. Gente que había compartido con él su sueño de levantar un imperio de transportes y lo habían ayudado a conseguirlo. En realidad, su padre había pasado más tiempo con ellos que con su familia, pensó Freen. Y seguramente estaban tan desolados por la muerte de sir Marco como ellas. No sólo llorarían a su líder, sino que se preguntarían quién iba a ocupar su lugar.

Freen no sabía nada sobre el negocio de su padre y Mind, que estudiaba enfermería, tampoco. Su madre era la esposa perfecta, desde luego la presidenta y directora de la casa, pero nada interesada en otra cosa que no fuera mantener el status social, tan importante para ella.

Habían estado envueltas en una burbuja protectora, pero ninguna de ellas sabía lo que iba a pasar a partir de aquel momento. Estaban flotando en el vacío.

Quizá su padre había dejado las respuestas en el testamento, pensó. Al día siguiente tenían que ir al notario para leerlo. Su madre estaba disgustada, furiosa, porque Víctor Newell, que había sido el notario de su padre durante años, se negaba a ir a la finca para leerlo en la intimidad.

A pesar de haberle mostrado claramente su disgusto por teléfono, el notario insistía en que tenían que ir a su despacho, como había dejado indicado sir Marco. Ni siquiera su madre podía cambiar los edictos de su marido, que siempre se había salido con la suya. Excepto...

Freen recordó entonces a Rebecca Armstrong.

A pesar de lo que sus padres le habían explicado la situación diez años antes, ella no creyó que la madre de Becky le había arrebatado a la niña. Su padre había decidido dejarla ir. No podía imaginar que hubiera sido de otra manera.

Demasiado tarde para solucionar el error, pensó, mirando al hombre que yacía en el ataúd.

Rebecca Armstrong la había dejado impresionada el día que la conoció y a menudo se preguntaba cómo habría lidiado con el rechazo de su padre. Sin duda, mal. Aunque eso no le había impedido convertirse en una empresaria de éxito. Quizá incluso la había empujado a trabajar más para hacerse un nombre.

Había leído sobre ella en los periódicos de vez en cuando.

Se sorprendió al saber sobre la condición de Rebecca Armstrong, algo que, sin embargo, no era un secreto para ningún medio. En las fotografías nunca aparecía sonriendo, ni siquiera cuando iba acompañada por alguna bella mujer. Sus ojos siempre eran fríos. Freen imaginaba que era porque su corazón era frío también, sin una familia que lo calentase.

Y ya no había ninguna oportunidad de que recibiera aceptación o cariño por parte de su padre.

Los medios habían cubierto hasta la saciedad la vida y la muerte de sir Marco en los últimos días, de modo que también ella se habría enterado. Hablaban de Becky como «la hija distanciada». Una frase tan fría que, de nuevo, le había hecho sentir mal por ser la hija adoptada y mimada de sir Marco.

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