Aby (cap. 3)

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—Te estoy diciendo que no —me repetí, por tercera vez—. No podemos aumentar más los precios de la mercancía.

Las juntas con la disquera eran interminables. Cada nueva sesión, había más y más temas que discutir, eventos por planear, fuegos por apagar. Por suerte, no solo estaba Molly de acuerdo conmigo con cada cosa que decía, sino que, sentada junto a mi, estaba la vicepresidenta no oficial del inexistente departamento de relaciones públicas de la juventud: mi prima, Julia.

—A ver, señor —interrumpió ella, cruzándose de brazos cuando mi voz se volvió notoriamente cansada y, cuando eso pasaba, pronto salían las maldiciones—. Aby está siendo clara: la economía actual es un asco. Ella, porque todo lo que diga su nombre la representa a ella, no va a cobrar por unas púa de guitarra más de lo que cuesta un latte de vainilla tamaño venti de Starbucks.

Frente a nosotras, en la alargada mesa de una sala de conferencias de la casa discográfica Honor Records, estaba sentado mi mayor inversor: Bob Rubin. Era un hombre canoso, ya en sus sesentas, con un oído para el talento y una nariz para los negocios. Por naturaleza, era un hombre amable y tremendamente paciente —lo sé porque me conoció en mis años como adolescente y digamos que no era la definición de relajada—. Creyó en lo que yo podía lograr, cuando pocos siquiera se dignaron en escuchar mi demo. Me conocía bien, y sabía que no era fácil de convencer cuando ponía mi mente en algo.

Bob se aclaró la garganta, inmutado. —No, tampoco hay que ser exagerados...

—Entonces no aumenten los precios —demandó Julia por mi. Por debajo de sus gafas, podía ver sus ojos brillando. Disfrutaba retar a la autoridad. Con alguien defendiendo mis ideales, yo me daba el lujo de dar un sorbo a lo que, de hecho, era un latte de vainilla.

Bob levantó las palmas de las manos. —Me temo que eso no está en nuestras manos.

—Pero usted es el jefe de los jefes. ¿A quién corresponde entonces la mercancía?

Bob miró a su izquierda para notar que el asiento junto a él estaba vacío. —La división que maneja la mercancía. Sería Karen, pero no está presente ahora; ni idea de por qué.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

Bob abrió la boca para hablar, pero yo lo detuve.

—Yo puedo absorber el precio —declaré.

Molly levantó la vista de su pantalla por primera vez en cuarenta minutos. —Aby, no. Representaría un costo tremendo —dijo, rompiendo nuestra racha de acuerdos—. ¿Tienes idea de cuántas cosas con tu nombre se venden en un solo día?

—No, no lo sería —refuté. Me balanceé hacia adelante, reduciendo el espacio entre Bob y yo. —Tráiganme los números: muéstrenme de cuánto tendría que ser el porcentaje del aumento. Yo pondré la diferencia. A los fanáticos no les cobraremos más de lo que ya hacemos.

Silencio. Ocho pares de ojos me veían, sin parpadear. Julia comenzó a aplaudir.

—Sabía que eras increíble, prima mía —dijo—, pero eres otra cosa totalmente.

Bob suspiró profundamente, tratando de ocultar lo que él consideraría una derrota —aunque su billetera continuaría poniéndose igual de gorda.

—Lo que tú decidas, Aby —accedió, relajando su mandíbula—. Esta es tu disquera, también.

—Gracias —dije.

Para cerrar la sesión, Bob dio un aplauso, llamando la atención de los presentes. Sonrió, complacido con algo más que sí mismo.

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