La artista

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No estaba acostumbrada a despertar entre esas cuatro paredes, tapizadas de abajo a arriba con marcos y fotos de personas que ya no reconocía. Desde la ventana se asomaba un sol ya bien asentado en el cielo, calentando ligeramente mi habitación. Estaba en casa. O, por lo menos, la que consideraba mi verdadera casa. El arrullo de las olas del mar de Rhode Island me afirmaba que este era mi hogar... al menos hasta que la pusiera a la venta esa misma tarde.

El constante olor a agua salada perfumaba el ambiente. Había dormido con la ventana abierta, para que el aire fresco corriera por la habitación. Era algo de lo que nunca podría cansarme, algo que siempre había dado por sentado: que no importaba lo que sucediera, el mar siempre estaba para recibirme. Para cuidar de mí.

Me levanté de la cama de un brinco, y me puse las pantuflas afelpadas que había lanzado al suelo la noche anterior. Rosas, con la inscripción World Tour 2018 en cursiva grabadas sobre ellas. 

El color del álbum había sido el rosa neón, aunque yo me había opuesto rotundamente. La disquera, en su sabiduría, pensó que estaba "a la moda" y que caería mejor con la generación más joven. No estuvieron totalmente equivocados. Era mi tercer álbum más exitoso, incluso rompió récords de venta, pero seguía sintiendo que las fotos promocionales (yo con un sombrero vaquero fosfo, un vestido de cóctel plateado, y botas bajas rosadas) no coincidían con el que ha sido mi disco más político hasta la fecha. Además, yo no cantaba música country. A menos que cuenten una fallida inmersión en el género con dos colaboraciones con Short Road Home, lo cual, por mi paz mental, no lo hacía.

Escuchaba el abrir y cerrar de puertas proveniente de la cocina, el tink tink producido por el golpe de los platos entre sí. En un domingo a mediodía, sólo podía significar una de dos cosas: 1) mamá estaba aquí, posiblemente prendiendo fuego a la cocina en un intento de hacer un desayuno semi-masticable (la pobre no podía preparar algo más que cereal con leche, y aun así ponía más leche que cereal); o 2) Molly, mi agente, se había hecho paso en la alacena, comiendo las sobras de la pizza casera que cené anoche.

Resulté acertada en ambas: mamá estaba sentada en la encimera, recargando sus codos hacia adelante, ojos fijos en el sartén que Molly, como una conductora de orquesta, trataba de dominar con cierta torpeza. Levantó la sartén en el aire, haciendo bizcos cuando lanzó el panqueque por el aire, por poco golpeando la campana extractora, y acto seguido atrapó su creación con facilidad. Mamá, que hasta entonces la miraba con preocupación, explotó en aplausos y vítores para el talento oculto de mi agente.

—Los talentos que uno esconde— expresó mamá, tomando un trozo de tocino—. Molly, eres una chef excelente.

—Eso me han dicho —respondió con su voz grave. Me divisó desde las escaleras, y ofreció una sonrisa complaciente, frunciendo el ceño con tal intensidad que sus cejas se hicieron una. 

Algo estaba mal.

—¿Hola? —hablé, limpiando con la manga del pijama mis ojos llenos de lagañas.

Mamá se giró en su asiento. —Cielo, buenos días. —Su voz era una octava más alta de lo normal; no podía traer buenas noticias—. ¿Por qué no tomas asiento?

Maldición, pensé. Me ofrecieron una silla en mi propia cocina.

Mamá alargó el brazo, señalándome el asiento junto a ella. Su favorito, solía decir, porque era el que tenía mejor vista hacia afuera. A través del ventanal, después del balcón, era solo un horizonte de arena y agua cerúlea, brillando bajo los tenues rayos de sol que se filtraban de entre las nubes.

Compré la casa después de mi segundo disco, el que me catapultó al éxito. De la noche a la mañana, la prensa conocía todo sobre mí: mi edad, la escuela a la que asistía, mi peso (aunque sus estimados se acercaban, nunca fueron correctos). La casa familiar ya no era privada o segura suficiente. Las cámaras seguían cada movimiento que hacía, cada parpadeo, cada estornudo que tenía (esas fotos no vendían bien; también tenía que ser afortunada en algunas cosas). La misma disquera propuso que me mudara, a cualquier ciudad que eligiera, siempre y cuando estuviera fuera del ojo público, lo suficientemente retirado del bullicio para poder moverme con seguridad, pero no tanto como para no poder hacer el viaje a Nueva York a grabar, o de tomar un avión a la otra costa del país, de ser necesario.

Los Dos EscenariosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora