Jueves, ocho y media de la mañana, era penetrante el fresco olor del cloro recién trapeado, mezclado descaradamente con el aroma de la cocina, como si se tratara de una 'innovadora' idea salida de algún influyente viral para persuadir a los comensales con una exclamación igual de escandalosa al primer producto: "Si así de limpios somos, imagínese lo que hacemos por su estómago".
«Na...». Pensó indiferente al descifrar la intención de la cafetería, al tiempo que escatimaba cada sorbo que le daba a su café americano. «No me la compro».
El puñado de consumidores vestían ejecutivamente, el sonar de los cubiertos con los platos se multiplicaba por cada uno. En general, se trataba de una mañana corriente a las ocho y media, ya que los contratistas asalariados, desde las siete, debían que postrarse en las oficinas con el ombligo salido. Sin pena ni vergüenza, los que podían disfrutar de un espacio oxigenado a esa hora, eran: los que iban una hora y media tarde, experimentados profesionales, respetables jubilados y desde luego uno de los favoritos del banco: jóvenes recién graduados. Por no decir, potenciales desempleados temporales.
«Ocho treinta y uno. Corriendo... uno, dos, tres...». Repitió la hora que marcaba el reloj de pared que se escondía entre posters publicitarios, que le robaban su protagonismo en la escena. «Eso debería ser ilegal», desaprobó dada a la visibilidad de esta necesaria herramienta, más en un lugar tan ejecutivamente demandado.
«Definitivamente, lo es». Contestó otra voz en tono serio, haciéndole compañía mental.
En un breve espasmo muscular, como si fuera una señal intuitiva, la mano con la que abrazaba la oreja de la taza se recogió.
«¡Ocho treinta y dos!». Exclamó seguido de un ansioso grito, la tercera voz que se unía.
Un bajón sonoro, ensordeció el lugar.
Como si se tratara de una película old west, la puerta se abrió en cámara lenta. Una pretenciosa ventisca permitió que hojas de periódico y de la estación otoñal, perpetuaran el establecimiento, llamando en la brevedad, la atención de los comensales que, por tal descuido, la suciedad de la calle ahora aderezaba sus desayunos. Todo sucediendo en un lento y exquisito cuadro renacentista.
El pálido hombrecillo del café, reprimió las emociones que sus ojos podían expresar al ver el ser que se integraba al establecimiento. «Esperen» ; «¿En qué momento aparecieron las barras negras?». Se preguntó el anfitrión que ahora era capaz de ver como una cinta finalizada.
Un cómico silencio contrastaba la escena, como si tuviera que existir una épica línea de diálogo en aquella toma.
«¡Ah! ¡Ese es...!».
«¡Shh!». Sisearon todas las voces al tiempo para no arruinarlo.
Aún a lo lejos su mirada no se determinaba pero se suponía que debía estar allí, de no ser por el cabello color ladrillo que salía de la capucha ocultando parcialmente su rostro. El sujeto que venía con una sonrisa esbozada de mejilla a mejilla, sostenía con los dientes un grueso puro, aproximándose a la última mesa.
Vestía un voluminoso y maltratado poncho con capucha, bordado de un patrón asimétrico de rayas remendado de mala gana; una clase de pantalones ajustados color negro y desde luego, unas dramáticas botas de vaquero, que a diferencia del chico de las siete voces, vestía sobriamente un elegante uniforme sacerdotal junto con un cárdigan color carbón.
Ninguno de los dos cortó el contacto visual, pero por parte del anfitrión, podía ver de fondo aquel plano general manipulado espacialmente por el allegado, que viéndolo detalladamente, con la misma mano que abrió la puerta del lugar, traía puesto un curioso guante recocido.
Levantando la mirada al final del camino, el sujeto del puro, extiende la otra mano desnuda y cicatrizada como saludo—. Clayman— dijo entre dientes, alargando la primera vocal y enseñando toda la fila de colmillos sin dejar de sonreír.
Pronunciando casi mudo, en respuesta al presunto forajido, correspondió al apretón de manos, demorando en mencionar su nombre contrario—, Yseqeyne.
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¡Bienvenidos a REM!
The Mime
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LUCK | Lorem Ipsum
FantasyLa cotidianidad de un hombrecillo de arcilla que decidió darle un giro a su existencia después de extraviar lo último que se puede perder en la vida: la fe.