Tercer fragmento. El primer amor.

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Una canción de piano y una taza de café. A veces eso era lo único que necesitaba para mejorar su habitual mal humor. Podía pasarse horas escuchando como las notas recorrían por todo su pequeño apartamento sin ser molestas ni ruidosas, simplemente fluyendo una detrás de otra.

Muchas veces se encontraba pensando lo mismo, a pesar de lo ilógico que sonaba aquel pensamiento; la música para él era como colores, pintando cada espacio de su interior como si de un lienzo se tratase. Una sola canción podía ser de una amplia gama de colores, mientras que otra era más bien como los matices de un solo color en todos sus tonos.

Y ese pensamiento le encantaba.

En ese preciso momento se encontraba escuchando a su pianista favorito y justo al lado de él una imprescindible taza de café. Su columna diaria del periódico del día siguiente ya se encontraba hecha, por lo que las letras que fluían en su bloc de hojas a un ritmo similar al de la música eran de algo totalmente diferente.

Ya que no podía escribir canciones tales como las que escuchaba en su día a día, al menos quería dejar sus pensamientos en el papel. Aunque estos no fueran leídos.

El nombre de su él no dejaba de dar vueltas por su cabeza, casi abrumándole. Y extrañamente ese sentimiento ni una sola vez le había parecido molesto. Pero sí doloroso.

Lo quería. Lo quería. Lo quería. Ese pensamiento siempre estaba presente y en algunos segundos le dejaba casi sin respiración, en algunas ocasiones originando que tuviera que detenerse de sus labores para inspirar todo el aire que sentía que repentinamente le hacía una casi vital falta para después soltándolo poco a poco, intentando arreglar así el desastre en el que se habían vuelto tanto sus pensamientos, su estómago y sus latidos del corazón.

Era doloroso, terriblemente doloroso. Para alguien como él, que ni en una sola ocasión se había enamorado en su vida, ahora esos primerizos sentimientos habían aparecido como si de fuegos artificiales se tratase. Una explosión llena de color que le agradaba y le asustaba a partes iguales.

Tobias, -o mejor conocido como su él- pasaba tiempo con él frecuentemente, ambos platicando a altas horas de la noche hasta que llegaba la hora del último tren y este tenía que irse.

Ojalá nunca se hubiera dado cuenta de sus sentimientos, eso era el pensamiento frecuente que le atormentaba. Si nunca se hubiera sentido atraído por su nuevo amigo las cosas habrían seguido tal y como habían comenzado. Comerían pastelillos tal y como siempre lo hacían, reirían por las anécdotas del trabajo de Tobias y hablarían de los libros que a ambos les gustaban, la mayoría de William que le prestaba a su amigo.

De tan solo recordar todo lo que habían pasado hasta ese preciso momento, pudo sentir como se formaba un enorme y lastimoso nudo en su garganta. Era terrible estar enamorado.

La canción de piano repentinamente se había vuelto triste y la taza de café parecía autocompasiva. Todo en tan solo cuestión de minutos.

Lo que él necesitaba en ese momento no era una canción de piano, ni mucho menos una taza de café.

Lo que él necesitaba era a su él.

Justo en ese momento escuchó el timbre sonar. Como si se tratase del destino mandándole precisamente lo que acababa de pedir.

La explosión de colores le pintó en su interior, tomando tonalidades cálidas, desastrosas y un tanto confusas, pero estaba bien.

La canción de piano regresó a tener aquella melodía que tanto le agradaba y la taza de café parecía acogedora. Todo igual que siempre y sin embargo, un poco diferente.

Porque la causa del súbito cambio no era nada más ni nada menos que la sonrisa que apareció en el rostro de su él en cuanto William le había abierto la puerta.

Un solitario espectador (Gay).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora