MELODÍA DE UN NUEVO MUNDO

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Y de pronto el silencio, uno tan pesado como el del fin de una guerra. Cuatro luces rojas, una en cada esquina de aquella angustiosa sala de mandos, iluminaba los rostros espectantes de los allí presentes. Dos de aquellos rostros parecían tener un pequeño matiz verdoso en disonancia con el resto.

Uno de ellos orondo, de bigote frondoso, semejante al de una morsa. Sobre este particular bigote, una nariz tuberculosa y llena de vénulas y capilares que parecían a punto de estallar. Dos ojitos diminutos y oscuros observaban curiosos lo que le señalaba el dedo, sin una primera falange, de su segundo al mando, al que parecía querer comerle una oreja de lo cerca que se había puesto de él.

El teniente Risillas, gota gorda de sudor en frente, señalaba un punto indefinido en el radar, origen del único sonido rítmico y pausado que rompía el silencio imperante. Además de la falange perdida, una hermosa cicatriz, de bordes aserrados, recorría su tez de frente a barbilla. Pasaba, a su vez, por un ojo izquierdo sempiternamente entornado, formando una preciosa luna creciente, recuerdo perenne de su único encuentro con un tiburón. Sus ojos, verdes como el radar que tenía frente a él, miraban furiosos el vacío de aquellas líneas entrecruzadas.

—Nada, absolutamente nada. Debería estar justo aquí.

La parte de su boca que aún se movía con normalidad, vibró con la furia de un hombre hastiado al ritmo de aquellas palabras. Tenía una voz grave a la par que sibilina. Nunca sabías si quería hacerte dormir o si tu vida pendía de un hilo.

—¿Estás seguro? Estamos a 400 zquarks del puerto más cercano y perdidos en mitad del Cuadrado de las Bermudas. ¿Dónde están tus cál...?

—Mis cálculos son correctos, Capitán. Simplemente no hay... Nada —dijo mientras su particular dedo se separaba lentamente de la pantalla, a la misma velocidad que sus palabras perdían fuerza. Un hombre de ciencia, sin ciencia que le pudiese ayudar.

—¡Capitán Hilarante! —espetó un hombre enjuto y de mirada triste apareciendo por la pesada puerta metálica del fondo de la sala a toda velocidad—. La Oficial Cansina ha tomado el mando de los camarotes y del comedor —dijo resoplando tras cuadrarse frente a su capitán.

Los ojos del Capitán se lanzaron en busca del origen de aquellas palabras. Ojos fieros, aterradores, sin una pizca de empatía. Elevó el bigote lo justo para que de su boca saliesen un par de órdenes contundentes.

—Cierren la puerta de esta sala. Avisen por megafonía a los pocos que aún nos sigan. Que se encierren en la sala de motores y en la armería y que aguanten todo lo que puedan.

Un suboficial en las sombras repitió sus palabras por megafonía, palabras que fueron menguando en volumen hasta desaparecer conforme la puerta hermética era cerrada por dos marinos.

El silencio volvió a apoderarse de aquél lugar, los ocho habitantes del pequeño habitáculo contuvieron el aliento mientras Hilarante cerraba los ojos y fruncía el ceño tratando de ordenar sus pensamientos.

—¿Qué ha podido fallar? —se repetía una y otra vez apretándose el puente de la nariz.— ¿Qué ha podido fallar?

De pronto, sin que nadie hiciese ningún movimiento, una pequeña escotilla en el techo empezó a abrirse. A muy poca y quejumbrosa velocidad la manivela circular giraba, abriendo a ritmo macabro la pequeña apertura que conducía a conductos y cables, que pasaban entre aquella sala y la inmensidad de la masa de agua que los rodeaba.

Pasaron un par de minutos sin que nadie fuese consciente de ellos antes de que la escotilla se abriese a una oscuridad completa. Todos contuvieron la respiración hasta que el Capitán Hilarante decidió tomar las riendas de la situación y acercarse con paso firme a la escotilla. No se veía nada, ni siquiera los conductos que por allí serpenteaban. Asió uno de los escalones metálicos con fuerza, hasta que le blanqueó el pulpejo de la mano, antes de emprender la subida.

Nada sucedía, no se oía a nadie respirar, ni el combate que seguramente acontecía fuera de aquellas cuatro paredes, ni el pitido constante del radar, ni el ronroneo de los motores. Era un silencio cada vez más sofocante. Cuando su cabeza estaba a punto de rebasar el limite delimitado por aquella escotilla, una sombra pesada cayó sobre él, arrastrándolo de nuevo al suelo. Lo último que escuchó el Capitán antes de fundirse a negro fue: «Hola, Suelo».

Catastrófica AzartúsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora