Gatos y flores

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No voy a decir que la muerte del gato nos cambió de manera esporádica o hizo que se cultivara entre nosotros una sensación unificadora que pudimos compartir mientras mi hermano lo enterraba y Nelly le dejaba florecitas rosadas y amarillas en la tumba, porque en esos tiempos cada uno hacía de su vida lo que era conveniente. Pablo se había enganchado como quien dice con una chica mayor, todo un escándalo, y andaba mal de amores encerrado en su altillo evitando cualquier contacto con mis disgustados padres y Nelly, que siempre había sido la sólida ternura e inocencia que se espera de una hermana menor, (aun siendo ella más grande que yo) comenzaba a transitar los pasillos nauseabundos y confusos de la adolescencia y compartir un momento íntimo con sus padres, tan desagradable como el entierro de un gato viejo, le parecía incómodo e insignificante. Cada uno estaba inmerso en su propia esfera, en su pedazo de mundo y rodeado de personas diferentes que tomaban partido importante en nuestras vidas, aunque los conociéramos sólo en la superficialidad y el gato era un visitante que, a diferencia de nosotros, tenía la entrada libre a cada círculo personal y se paseaba rozándose entre las piernas, levantando la cabeza para recibir caricias y autorización para subir a la cama.
      No nos unió como familia, pero sí levantó de las cenizas recuerdos escondidos, carajo, cómo lo queríamos. Cuando se rompió una pata, mi abuelo le hizo una casita de madera que todavía se puede encontrar si se la busca entre los despojos del fondo. Había estado cuando jugaba a las escondidas con mis amigos del barrio y se quedó conmigo cuando cada uno de ellos se diluyó, tomando un camino diferente hasta convertirnos en perfectos extraños que evadían vergonzosamente saludarse por la calle. Recuerdo su desinterés al acompañarme a tomar sol cuando intenté olvidarme de que mi abuela había muerto y durmió conmigo cuando me sentí tan sola, y cansada de autocompadecerme, que me adueñé de palabras nostálgicas y comencé a escribir novelas tristes en una forma de imprimir mi enojo y pensamiento acerca de todo y todos y estamparlo en algo que podía ser llamado mío.
      Ese gato en su independencia innata hacía su vida fuera de casa, y se acercaba cuando nos necesitaba, cuando quería mimos y comida, cuando quería acostarse en un colchón calentito y necesitaba que mamá le curase una pata. Pero, aunque me mirase con ojos inexpresivos, sentía que compartía mi dolor en los momentos de angustia cuando me arrodillaba con la espalda pegada a la puerta y lloraba sin emitir sonidos porque me daba sensación de humillación que sepan que me la pasaba llorando por cada cambio en la vida. El gato me miraba sin que le importase, en cambio, se acurrucaba al lado mío para que le acaricie el cuello y dejara de pensar en estupideces. Parecía decir que disfrutara la vida, que deje de ser tan tonta, que nada valía realmente la pena para llorar sin voz.
     Lo dormimos porque el cáncer se le intensificó comiéndole la naricita y llegando a partirle el paladar. Ya era repugnante verlo y comenzó a autodestruirse cuando se privó de comer y beber. Ya no pedía mimos, él me mismo sabía que la tierra lo llamaba de nuevo. Mamá fue, vino, fue, vino a todas las veterinarias, pero ya nada podía hacerse. Ahora que lo pienso, quizá solo quiso salir de casa. Dejó al gato en el canasto de la bici y se fumó seis o siete puchos en el boulevard de la calle doce y nos dijo a todos que nada podía hacerce. El último día vi entre la delgada rendija de la ventana y la cortina, cómo el gato se había sentado en el banquito del frente de casa, y miraba nuestro paisaje, nuestros árboles lejanos, nuestro pedazo de cielo. Tenía las orejas levantadas y parecía deslumbrarse satisfecho. Me quedé escribiendo adentro. No pude siquiera salir.

Lelis Donde viven las historias. Descúbrelo ahora