Tercera cicatriz

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Fue un tiempo duro. Y no digo “duro” porque no lo haya presenciado y no sepa como definirlo. Sino duro porque es la palabra que se me vino a la mente ni bien vi los ojos de Lelis cuando me lo contaba. Nunca fui buen escritor. Es más, hago esto porque me obligan. Y no tengo otro sinónimo más que duro. Que te patea, que te caes de cabeza, que te golpea en la panza y te deja sin respiración. Desvarío, pero fue como si se desenvolviese un trapo sucio que se sacó del pecho y me lo mostrara. Con vergüenza. Con dolor. Con miedo a ser juzgada. Ha sido necesario escuchar esto para comprender, que Lelis era más que una bala que dio en aquella manzana y se salvó se matarse. Sino que las desventuras vinieron en una envoltura premeditada.
Laura lloraba. No hablaba de nada, pero lloraba. Raúl mostraba su preocupación con estupefacientes, confiando, decía, en que su hijo, el gil, no soportarían un día en la calle. Quizá gracias a esa frase tan linda, nunca lo volvieron a ver.
Las diferencias entre las hermanas se fueron visibilizando gracias a aquello. Nelly, presa de la inquietud y con un temperamento de miel, se preocupaba por la salud física y mental de su madre, que no dejaba de ganar cada día, una cicatriz nueva. Era su forma de poder salir de la casa. Esa casa que bastaba solo con ser vista para saber quiénes vivían y de qué manera vivían. Hedionda, con olor a naftalina que se percibía desde la vereda. Un portón abollado a los golpes, una carpeta de cemento a medio terminar y barrida tantas veces que se desquebraja, Alovera crece y muere en macetas de tierra casi blanca, paredes que en algún momento fueron amarillas pero que ahora se esfuerzan por ser un color menos percudido por el tiempo que avanza desde el suelo dejando un camino de hongos grises hasta el metro y medio. Una puerta de chapa fría y doblada, tejas rotas, sucias y caños hacen del techo una obra de decaimiento. Hay algo que no se le critica, la ubicación de la casa. Está en una loma a mitad del terreno y eso la resalta, le da un pulmón de oxígeno entre el portón y la puerta principal, la hace carente de esos caracteres de encierro y miedo que definen a las otras casas bien arrimadas contra las rejas despintadas y los alambres rotos. Esto se debe a la construcción vecina, que por lo que sé, cuando se vieron en los aprietos del cuarto hijo, quisieron expandirse haciendo otra habitación y tiraron la tierra sobrante (fruto del trabajo con los cimientos) al terreno vecino, en ese momento terreno pelado. Por eso la casa de los Lefler estaba en una loma, que la embellecía si algo se le quiere rescatar. Pero más allá de mis positivas pero forzadas descripciones, algo que no se percibe con los cinco sentidos ocupaba lugar en esa casa, por lo que cada que alguien entraba, salía perfectamente perturbado. Por eso Nelly huía a la farmacia, al mercadito de doña Cristina, a la calle Balirali, la casa de las Pelts que remendaban remeras, jeans y pulóveres por centavos. No quería consumir su espíritu y lo que le quedaba de inocencia doblegándose ante los muros de la inmunda construcción.
Lelis la observaba. La creía tonta por su semblante delicado y su falta de carácter. La quería, no se le desacredita el vínculo entrañable, pero repudiaba la manera en la que le contestaba a Laura con un gesto cabizbajo y un “Sí, mami” a cada ridícula petición. No entendía que Nelly cuidaba de su mente alejándose de la casa, caminando cuatro cuadras para ver en los ojos de ese niño un futuro amante que la saque de su desventura. Lelis la miraba con menosprecio cuando la encontraba observando por la ventana, esperando que sea la hora de buscar los bidones de agua en el mercado y el chico de la boina gris pasara sin siquiera dedicarle una mirada. “¡Sus ojos cambian según el tiempo!” le decía muy alterada. Lelis evidenciaba ignorarla. Ese niño más que un infeliz, era la viva imagen de otro hombre que le sacaría las ganas de vivir a su hermana. Nelly lo había visto desde chica, pero los años le habían dejado la cara más marcada y rojiza, el pelo más negro y la mirada más verdosa. Se hablaron dos o tres veces entre charlas matutinas y la búsqueda del pan, gustándose de inmediato.
Fue un día nublado, justo después de la Santa Rosa (que había llegado con anticipación) a mediados de agosto, cuando la economía fulera asaltaba cualquier esperanza de progreso, cuando pidieron ese préstamo maldito. La prestamista se presentó en la residencia que en su mayoría se caía. No pronunció palabra, no se sentó y evitó con completo detenimiento, tocar cualquier cosa que le ofrecían. Hasta pareció sufrir cuando uno de esos adornos hipones, que Laura colgaba por cada hueco, le rozó en brazo. Quizá notó las influencias asquerosas que las generaciones que vivieron en esa casa habían dejado. Bien sabido era que ese domicilio desprendía olor a encierro. No se acordarían ni de su voz. Las hermanas se paraban en la cama de la habitación para ver a través de un pequeño agujero en la pared. Firmaron todo lo que ella colocó con delicadeza en sus manos deseando que se termine y cuando el matrimonio se vio totalmente acorralado, observándose las caras en esos ápices de conciencia y cuando la última inicial estuvo impresa en el papel amarillento, ella se retiró sin más, y fue curioso porque no saludó a nadie ni dijo su nombre en ningún momento, pero la matriarca, y Nelly lo hoyó bien, se despidió llamándola Jade.
“Nuestra familia va a salir adelante” “Al fin nos pasa algo bueno” decían. “Ahora vamos a estar bien”, “Papá va a comprar un auto". Los primeros días comieron como reyes, compraron una televisión a color que colocaron en muebles nuevos y lustrados. No vieron a Raúl por nueve días. Les compraron ropa a las niñas, dos o tres conjuntos y Laura le regaló dinero a una amiga. Comenzaron a pensar que debían mudarse a un lugar más cómodo ya que ninguno de los dos creía que esa casa podía refaccionarse.
“La familia se muda, nenas” les dijo Laura estando medio alcoholizada. Era verdad, lo habían discutido. Se irían cuanto antes, más que nada por su escasa organización y sus ganas eufóricas de reventar en alguna materialidad lo que se les había sido dado con tantas especificaciones.
Fue en el tiempo donde Lelis comenzó a revelarse. Desde que Pablo se marchó, partiéndole un pedazo de alma, su actitud cambió poco a poco, haciéndose menos reservada, a diferencia de lo que todos pensaban que pasaría, pues nunca fue muy amante de las palabras, pero esos pensamientos subversivos se abalanzaban en ella, así que empezó con comentarios leves, por lo bajo; contestaciones sarcásticas, pensamientos irónicos que mutaban en miradas cargadas de odio, hasta que prosiguió a decir cosas hirientes.
“¿Familia?” interrumpió mientras se quedaba pensando en lo que su madre acababa de decir. Siempre la consideró incapaz de pensar por sí misma, creía que la felicidad era una mariposa que no podía atrapar y el dinero era una flor que la atraería, pero dada las circunstancias y el hecho de lidiar con una deuda impagable, no toleraría estupideces.
“Él me golpeó como si yo fuera un hombre, Mamá. Y solamente lo miraste hacerlo, como si fuera un deporte, como si fuera natural. No me digas que hay amor. No digas que somos familia.” Fue una de las últimas cosas que le dijo.

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⏰ Última actualización: Jan 19 ⏰

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