Segunda cicatriz

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Pablo golpeteó rápido el armario. Estaba alterado por los nervios. Tensaba la mandíbula y el espanto lo había emblanquecido. Al otro lado del hediondo pasillo, Raúl zarandeaba una botella a medio terminar de Bieckert, las otras cuatro, ahora eran cristales en el camino. Ni bien lo escucharon llegar, sucumbieron al instinto de esconderse. El intento mareado de insertar la llave en la cerradura, el descascaro de la pintura en cada errada, la patada de bronca contra la puerta al no poder abrirla. Pablo seguía golpeteando el armario mientras clamaba porque la cerradura no ceda. ¡Qué suerte había tenido Nelly al haber elegido ir a buscar a su madre!
– Por favor, por favor déjame entrar.
La cerradura cede, el paso se libera y una pálida mano le agarra del brazo al desgraciado niño antes de que su padre logre verlo. Se encuentran en una amistosa oscuridad que los alberga cada vez que esto acontece, últimamente con más frecuencia. Solo un rayito de luz entra por el borde desclavado por los años de ese mueble. – Nos va a encontrar. — susurró con la voz casi inaudible, cortada por el miedo. Su hermano no le contestó. – ¡Él nos va a encontrar! — Le tapó la boca, pero no dejó de mirar por la separación de la puerta pues debía estar atento y si la puerta se abría, en un movimiento rápido, oponerse por encima de su hermana y recibir el golpe él. Se oían los pasos ir y venir mientras gritaba lo desdichada que era su vida, como sus amigos se reían de él, la casa de mierda que tenía, como extrañaba a su mamá.
— Sí. Lo va a hacer.
El tormento duró unos minutos. Minutos en los que prefirieron ni respirar. Las señales de que el monstruo no pudo sostenerse más, fueron dadas. El sonido del deslizamiento de la cortina por la guía, necesaria para entrar a su cuarto, la queja de los resortes de la cama, el impacto de las zapatillas contra el suelo, la queja de los resortes de la cama otra vez.
— ¿Tenes miedo? – Le preguntó su hermanita, porque la forma de afrontar su temor era sabiendo que estaba acompañada.
— Mucho. Mucho de verdad.
     En ese momento, Pablo tenía unos quince años. Una corta edad para alguien que ha vivido demasiado. Me dijeron que se le notaba en la cara el hecho de haber llevado la parte más cruda.
– Me voy. Me voy a escapar esta noche.
— Llevame. Y a Nelly.
— Lelis, papá va a terminar con nuestras vidas, pero yo las mataría de hambre en la primera semana.
Sé oían los gritos eufóricos de Raúl buscándolos al mismo tiempo que ella le suplicó que no la deje. Las señales habían fallado.
— Voy a volver. Te voy a volver a buscar. Dejame buscar algo.
— ¡Por favor! – Empezó a lagrimear.
— Lelis, no me hagas eso. Mi intención no fue hacerte llorar. – Le pidió perdón. – Si no consigo volver, no pienses en mí. Para un varón cualquier cosa es mejor que esto, pero a Nelly y a vos, ¿cómo las voy a cuidar?
Hubo un silencio rotundo y él se volteó a mirarla. La miró con angustia, era algo irremediable. Le secó una lágrima y no pudo retener el llanto porque se desangraba por dentro. Raúl los golpeó y esa fue la última conversación que tuvieron porque al día siguiente el hermano mayor, sin nada en las manos, abandonó la casa saltando el alambrado y quién sabe si dejó la provincia también. Algunos vecinos alegaron haberlo visto subirse a un Peugeot azul en Panamericana. Otros difirieron en el color, dijeron que era rojo.

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