PRÓLOGO

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9 de abril de 1912
«No es demasiado tarde para dar la vuelta», me digo. Acosado por las miradas lascivas de un grupo de marineros, bajo el talle trasero de mi chaleco y lamento lo gastado que está. Aunque los días son cálidos en primavera, por las noches refresca, y el viento afilado del mar atraviesa el delgado tejido como una cuchilla. Las calles de Southampton se oscurecen con el paso de las horas, si bien es cierto que tanto edificio alto a mi alrededor no me permite ver el sol ni nada tan alentador. Habituados a los caminos de tierra de mi pueblo y los suelos lisos de Moorcliffe, mis pies tropiezan con los adoquines. Me considero un muchacho equilibrado, pero la novedad de la gente y de las cosas que me rodean me tiene desconcertado. La ciudad se ve como un lugar peligroso, y su anochecer, más imponente que la medianoche en mi pueblo. Podría dar la vuelta y regresar a la suite del hotel, donde aguardan mis señores. Podría decirles que la tienda estaba cerrada, que no me ha sido posible comprar los cordones. A la señorita Irene no le importaría; ella era la primera que no quería que saliera solo. Lady Susy, en cambio, se pondría furiosa, incluso por algo tan trivial como que no me hubiera sido posible comprar cordones de repuesto para el viaje. A la furia de lady Susy se sumaría el castigo de la señora Yoona. Me da miedo caminar solo por la ciudad, pero más miedo me da que me despidan antes de llegar a América. Así pues, yergo los hombros y aprieto el paso. Mi uniforme de sirviente; un gastado traje negro con puñeteros blanco y guantes, indica que soy una persona insignificante y de clase humilde, pero también que trabajo para una familia lo bastante adinerada para disponer de criados que les hagan los recados. Quizá eso me sirva de protección. Los delincuentes que encuentro a mi paso saben que estoy al servicio de gente distinguida y que, si algo me sucede, podrían disgustarse y exigir justicia. Por fortuna, no conocen a lady Susy. Su única reacción a mi muerte sería la de irritación por tener que buscar a otro mayordomo que entrase en mis uniformes para no verse obligada a pagarle unos nuevos. Algo oscuro desciende en picado. Una gaviota, me digo, y agito el brazo para ahuyentarla. Esta tarde ha sido la primera vez que he visto una gaviota y ya detesto a esas criaturas estridentes y glotonas. Pero no es una gaviota. Aunque la rapidez de su vuelo me impide verlo bien, distingo los ángulos cerrados de las alas y su raudo movimiento. Es un murciélago, creo. Aún peor. Me trae a la memoria las novelas góticas que leía a hurtadillas en la biblioteca de la familia Bae: Frankestein, Drácula y Udolfo, relatos terroríficos que adoro leer en una habitación bien iluminada pero que ahora son demasiado verosímiles cuando camino solo por la calle al caer la tarde. Me sorprende ver un murciélago revoloteando por las calles de Southampton, aunque bien mirado, ¿qué sé yo del mundo que hay más allá de Moorcliffe y mi pueblo? En toda mi vida, solo he estado una vez en otro lugar, y no fue más que por un día y porque Nancy me necesitaba desesperadamente. Ahora me dispongo a emprender un viaje mucho más largo... «Ahora no es momento de pensar en ello. Ya te preocuparás de todo eso cuando estés en el barco». «Cuando sea demasiado tarde para dar la vuelta». Con paso resuelto, continúo mi camino hacia la tienda. Hay menos marineros ahora, aunque sigo encontrando las calles muy concurridas. Sé que debería acostumbrarme, pues nos dirigimos a Nueva York, ciudad que, según he oído, hace que Southampton parezca un pueblo a su lado. Sea como fuere, dejo aliviado la calle principal para tomar lo que espero sea un atajo. El viejo callejón está tan erosionado por el tiempo que los adoquines descienden hacia el centro formando una V, y mis zapatos de tachuelas hacen que mi andar sea torpe. Lo que daría por un par de esos botines de color gris perla del joven Vernon, tan ligeros y de piel tan suave que no hacen ampollas... El murciélago vuelve a descender en picado y se acerca tanto que creo que busca mi gorro. Aunque noto un escalofrío, no dejo que mi imaginación se desboque. Me concentro en los aspectos prácticos y protejo el gorro con la mano. Si un murciélago estúpido me robara una pieza de mi uniforme, los Bae me obligarían a pagarla. ¿Qué hora será? No puedo saberlo. Jamás he poseído algo tan extravagante como un reloj de pulsera, y no hay ningún campanario cerca. Me cuesta creer que haya una tienda abierta a estas horas, pero a lady Susy se le ha metido en la cabeza que en las ciudades las cosas funcionan de otra manera. Recupero el ánimo cuando doblo una esquina y diviso a un grupo de hombres paseando; no son rufianes como los marineros, sino elegantes caballeros con abrigo y sombrero que seguro no me molestarán. Aprieto el paso para reducir la distancia que nos separa. Se diría que también ellos se dirigen a la tienda, si he entendido bien las indicaciones que me dio el conserje del hotel no sin cierta hosquedad. Su presencia me proporcionará algo de protección el resto del trayecto. Acompasando la respiración, dejo que mi mente se abstraiga en el viaje de mañana, la primera vez que veré el mar, la primera vez que saldré de Inglaterra. Y, si todo ocurre según lo planeado, la última que veré mi país de origen.
—Veo que te gusta escuchar a hurtadillas -Sobresaltado, levanto la vista hacia el caballero que se ha vuelto hacia mí. Él y sus acompañantes se han detenido en seco. Hago una breve reverencia.
—En absoluto, señor. No estaba espiando, señor. Le pido disculpas, señor —Es cierto. Una de las primeras cosas que aprendes como sirviente es a ignorar las conversaciones que no te conciernen. De lo contrario, te volverías loco de aburrimiento. A la tenue luz del crepúsculo solo alcanzo a distinguir la mandíbula afilada sobre una piel canela y unos ojos con un brillo extraño. Del bolsillo del chaleco le cuelga un elegante reloj cuyo precio equivale a más de diez años de mi salario, excesivamente arañado para tratarse de algo tan valioso. El hombre me observa con la cabeza ligeramente ladeada.
—¿Qué dices que pides?
—Disculpe, señor —repito, y sin esperar a que las acepte aprieto el paso y les adelanto. Normalmente no soy tan descortés; sin embargo, se trata de desconocidos, y es probable que confiaran en poder divertirse a mi costa. Muchas gracias, pero tengo prisa. Lanzo una mirada nerviosa atrás, esperando verles ya sea riéndose de mí o de nuevo en camino, pero no hay nadie. Como si se hubieran evaporado. Desconcertado, trato de recordar qué es eso que han dicho que tanto les preocupaba que hubiera podido oír. Aunque no les estaba prestando atención, me acuerdo de algunas palabras y frases. «Influencia valiosa», han dicho. Y «Tiene que andar por aquí». Un nombre: «Park». Y algo como «que sepa que está siendo vigilado».
Es cierto que suena un poco sospechoso, pero por fuerza han de entender que, independientemente de lo que estén tramando, no hay nada que un sirviente como yo pueda hacer para detenerles. Me concentro de nuevo en mi recado. ¿Dónde debía doblar por última vez? ¿Estoy en la calle de la tienda? No veo ningún letrero. No pueden faltar más de diez minutos para el anochecer, y no me resultará fácil encontrar el camino de regreso una vez que haya oscurecido. En ese momento oigo unos pasos claros y pesados. Se están acercando. Miro atrás, pero no veo a nadie. Los pasos se aproximan desde otro ángulo, un ángulo que no puedo ver. Eso significa que su propietario probablemente tampoco pueda verme a mí y camine en esta dirección por mera casualidad. No obstante, aunque ignoro por qué, me inquieto. Volviéndome de nuevo para seguir mi camino, se me escapa un grito al ver que no estoy solo. En el callejón hay un hombre, pero no pertenece al grupo de antes. Es un hombre joven, puede que unos años mayor que yo. Tiene rizos de poeta, castaños y densos, y las espaldas anchas de un mozo de labranza. Su mirada es la de un delincuente a la fuga. ¿Eran sus pasos los que he oído? Imposible, venían de otro lado. Y también él está escudriñando la creciente oscuridad. Está más nervioso que yo.
—Ven conmigo —dice.
—Lo siento, señor, pero no puedo —¿Me ha tomado por un prostituto? Qué horror. No obstante, parece de buena cuna, a juzgar por su distinguido traje y sus lustrosos zapatos; seguro que reconoce el significado de mi uniforme —He de hacer un recado...
—Al diablo el recado —Tiene la voz ronca. Noto la tensión de su mano ancha cuando la cierra sobre mi brazo —Si no vienes conmigo ahora, morirás -¿Me está amenazando? Eso parece, no solo por el tono de voz, sino por la vehemencia con que tira de mí cuando echa a andar apresuradamente hacia la calle principal. Intuyo, sin embargo, que no es eso lo que está ocurriendo. Sea lo que sea, es algo que no puedo entender.
—Suélteme, señor —protesto —Puedo llegar a la calle principal por mi propio pie.
—Sin mí estarás muerto antes de que hayas dado diez pasos —Noto su mano tibia cuando me aprieta el brazo. Más que tibia, caliente, como si estuviera ardiendo de fiebre. Puedo oír las pisadas de nuestros perseguidores cada vez más cerca —No te separes de mí ni un minuto y aprieta el paso. Y por lo que más quieras, no mires atrás. Me extraña que no me proponga que echemos a correr, hasta que me percato de que apenas puede andar. Avanza tambaleándose, y no como Vernon después de beberse dos botellas de vino. Se diría que está sufriendo. Sus dedos, no obstante, se clavan en mi carne con una fuerza casi sobrenatural. Los pasos a nuestra espalda cambian. Ya no suenan como tales. Ahora son más suaves, y sin embargo repican contra los adoquines. Como no puedo soltarme de mi captor le desafío mirando atrás. Es entonces cuando veo al lobo. El grito me desgarra la garganta en el preciso instante en que se abalanza sobre mí y su enorme cuerpo parece extinguir la última luz del día. El hombre joven me aparta justo a tiempo. Me aplasta contra el muro del edificio más cercano y me cubre con su cuerpo.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunto entre jadeos. ¿Lobos que atacan en plena ciudad? Y esta... esta enorme criatura negra, gruñendo mientras avanza y retrocede... Jamás imaginé que un lobo pudiera ser tan grande.
—Márchate —dice el joven, como si el lobo pudiera entenderle —¡Déjanos en paz! El lobo ladea la cabeza, no como un perro inquisitivo, sino con un gesto casi humano. Todavía enseña los dientes, y de sus fauces chorrea una saliva caliente. Un rugido hondo trepa por su pecho, y parece tener sus ojos amarillos clavados en mí, no en mi protector —¡Vete! —El joven parece ahora desesperado, y probablemente lo esté. Noto el movimiento brusco y acelerado de su pecho contra mí con cada respiración entrecortada, y mis manos, aferradas a sus hombros, sienten la tensión de sus músculos. Pero, por la razón que sea, funciona. El lobo se aleja a grandes zancadas.
—¿Qué era eso? —digo mientras mi salvador se desploma hacia delante —Parecía un lobo.
—Lo era. —Su voz suena agotada
—Pero ¿qué hace un lobo... —... en Southampton, metiéndose en un callejón en lugar de atacar a las personas y animales que seguro ha encontrado por el camino, y rindiéndose cuando le hablan con un tono severo? Es absurdo. Pero yo sé lo que he visto y lo que este hombre ha hecho por mí —Gracias por su amable ayuda, señor -Cuando le miro, sin embargo, no parece complacido. Su expresión es más cruel que la del lobo.
—Vete —me dice. Vuelve a tener ese brillo extraño en los ojos, aunque ahora parece menos angustiado. Más criminal —Si no te marchas ahora, morirás -Ignoro si me está previniendo o amenazando; en cualquier caso no necesito que me lo diga dos veces. Sin mirar una sola vez atrás, salgo corriendo del callejón en dirección a la tienda y no me detengo hasta que llego a la puerta. Como era de esperar, está cerrada.
De camino al hotel, y durante todo el sermón de la señora Yoona por mi demora y mi incompetencia como mayordomo, estoy presente solo a medias. En mi mente revivo una y otra vez lo sucedido en el callejón, haciendo frente al pavor que he sentido en un esfuerzo por comprender. No entiendo qué me ha ocurrido en ese callejón ni qué hacía ese lobo allí, ni las intenciones del hombre que ha parecido salvarme y amenazarme en el intervalo de un minuto. También en la cama sigo dándole vueltas. La presencia del lobo probablemente era un suceso insólito, y si el hombre que me ha rescatado se ha comportado de forma extraña, puede que, después de todo, fuera un marinero. Mejor vestido que la mayoría, pero tan dado a la bebida como el resto. Así y todo, no consigo apartar ese pensamiento de mi cabeza hasta que caigo en la cuenta de que esta es la última noche que pasaré en Inglaterra. Eso me devuelve al presente como no podría hacerlo ninguna otra cosa. Me ciño la delgada manta al cuerpo y pienso en todo lo que me dispongo a dejar atrás. Mi pueblo. Mi madre. Los campos de trigo donde jugaba de niño. Nancy y Chan. Toda mi vida. El viaje que tengo por delante se ve más peligroso y aterrador que lo acontecido en el callejón. Sé, no obstante, que esta es la mejor oportunidad que tendré jamás para empezar una nueva vida. Puede que la única. No, no es demasiado tarde para dar la vuelta. Pero no lo haré.

Tenebrosa aquaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora