Visita Nocturna

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Sobre las cuatro de la mañana, las primeras lluvias que me acompañarían a lo largo de la semana comenzaron a arreciar. El sonido era apenas susceptible, se entremezclaba con el viento que iniciaba a ser más fuerte a medida que las horas pasaban. Me acabé levantando sobre las cinco de la mañana sin haber podido pegar ojo en toda la noche, todo a causa de lo acontecido en el día anterior. Me dirigí hacia la escueta ventana de mi cuarto que silbaba y se estremecía por las sacudidas del viento. Aparté las cortinas blancas que colgaban con pesadez y ojeé la avenida que ya estaba completamente húmeda y vacía, eternamente oscura. La soledad en aquella calle que creía conocer nunca había sido tal como en aquel instante. La oscuridad que se dibujaba en cada esquina era tan lúgubre como desconocida y añadió el sentimiento que ya traía de por sí sobre que ya no estaba en un lugar considerado hogar, un lugar conocido. 

Por la noche el mundo parece cambiar y mutar a una nueva dimensión.

Las gotas comenzaban a caer por el cristal y proyectaban su traslúcida sombra en mi cara. La farola que había frente mi habitación, ligeramente torcida y caída en el olvido por el mantenimiento del ayuntamiento, comenzó a temblar por el fuerte viento que se volvió agresivo. La bombilla guiñó varias veces su luz antes de apagarse por completo y la oscuridad en mi habitación fue completa. No había luna que acompañase la noche; su luz, de haberla, se había extinguido entre las pesadas nubes que flotaban sobre el pueblo cargadas de un agua helada. 

Entre el sonido del viento que se colaba por los callejones, podía discernir el sonido del reloj de cocina. El segundero avanzaba perfecto, todo parecía continuar su curso a pesar de la sensación que tenía de vivir en un agujero.  El sonido de las gotas de agua chocando contra el cristal creaba una sinfonía melancólica... la noche susurrando una balada de atención, susurrándome confesiones de peligros venideros, secretos que yo no lograba diferenciar. 

Avancé por el pasillo con los pies descalzos. La madera del piso resonaba sutil como cansada a pesar de que intentaba no hacerla crujir. Tampoco encendí ninguna luz, por alguna razón, quería pasar desapercibida en mi propia casa. Era como una de esas cosas que haces inconscientemente pero que en el fondo tienen un motivo aparentemente desconocido. 

Un estruendoso viento sacudió las ventanas en un arrebato de furia y la casa quedó envuelta en una penumbra inquietante. Me hundí en un mar de sombras con el corazón desbocado por el susto que aquellos vidrios mal colocados me habían provocado. La gravedad se volvió pesada, tan inmensa que me costaba respirar.

Llegué hasta el amplio ventanal del salón para contemplar la tormenta desde una perspectiva diferente. El viento, la lluvia, la electricidad y la oscuridad se aliaron aquella noche. Aparté las cortinas grises ligeramente y observé la calle, así como la misma carretera colindante. No pasaba ningún coche, ninguna bici, ningún animal callejero ni ninguna ambulancia. Recordé entonces el felino al que solía dar de comer desde la ventana, el mismo gato que no veía desde hacía unos días. ¿Dónde estaría el pobre gatito con toda esa tormenta?

El salón daba directo a la puerta principal del apartamento. No era un piso grande, pero sí lo parecía si una vivía sola. Tenía cocina americana que enlazaba con el salón y en un extremo se encontraba la puerta principal con un pequeño e improvisado recibidor. Sentía el aire colarse por debajo de la rendija de esa puerta y se me helaron los pies. La puerta se dibujaba oscura y endeble en aquel instante, sin embargo mis pies temerosos acortaron distancias hacia ella. 

Sorteé el sofá, la mesita de té y me enfrenté a la ominosa puerta. Tragué saliva cuando mis ojos enfocaron la mirilla. Nunca la utilizaba, era más un adorno vintage que algo útil en mi caso. Un pequeño agujero que conecta el exterior con el interior, tan íntimo como preciado. Contuve el aliento y mis dedos de los pies se apretaron contra el suelo. Unos pasos lograron discernirse al otro lado. 

Alguien había al otro lado de mi puerta.

La sensación de sentirme acechada pasó de ser una falsa idea a una realidad. Mi corazón dio un nuevo vuelco y comenzó a latir desbocado. Los oídos se me taponaron ligeramente y mis dedos temblaron. Me puse de puntillas y acorté aún más las distancias con la puerta conteniendo el aliento. Extendí mis dedos para apoyarme contra mi puerta; decidí que era mejor mantenerme de puntillas. Boca con boca contra la puerta, escuché unos pasos arrastrarse al otro lado. Un silbido sonó débil y descuidado al otro lado, como si lo realizase con los labios secos.

Un silbido que a oídos ajenos se mezclaba con el viento. Un silbido que era privado, dedicado exclusivamente para mí.

Alcé mi mano para alcanzar la cobertura de la mirilla. Esperé unos segundos y aparté la cortina de hierro que lo definía de forma lenta. La negrura invadió la lente, y sin embargo, me atreví a posar uno de mis ojos sobre la misma. Debido a la oscuridad, sólo aprecié a ver como una figura negra se deslizaba hacia la derecha. El silbido se deslizó perdiendo su fuerza, con su figura, por el rellano hasta que terminó por subir las escaleras dirección al ático.

El Vecino del ÁticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora