Tic.
Y el sol se pone en todo lo hondo.
Tac.
Y los edificios cubren con planchas de metal sus fachadas y ventanas.
Tic.
La gente monta en sus lanchas.
Tac.
El reloj del ayuntamiento se alinea sobre las 23:00.
(*)
CLIC.
Y el agua comienza a subir.
*
En el Loto, el plano de la ciudad cambiaba por completo cuando el nivel del agua terminaba de inundarlo todo. Durante la noche, sólo las últimas plantas de los edificios quedaban al descubierto. El resto quedaba sumergido por la crecida de los canales. Las láminas de metal cubrían y protegían las viviendas de cualquier fuga posible. Entre las plantas privilegiadas, con vistas a la superficie, se encontraban algunas oficinas del Ala Sur, los áticos más elevados o algunos edificios públicos: como el teatro.
El público, en pie, aplaudía entregado al finalizar la última actuación de la obra del gran García Hidalgo. La sala aclamaba y pedía a gritos una nueva entrega. El director salió para agradecer el fervor de las últimas semanas. Pidió el micro para felicitar en directo a sus actores y confirmó la sospecha de todos: habría nuevo título.
La noche estaba despejada. Las familias más adineradas volvían a sus apartamentos en lanchas cubiertas y vehículos motorizados. Las no tan afortunadas, como las de Miquel, saltaban a las terrazas de sus viviendas desde plataformas flotantes que iban y venían.
—¡Miquel! ¡Quieto a mi lado! —agarró por el gorro del abrigo una señora a su hijo y se lo llevó a su lado.
—No se preocupe mujer, es cosa de niños —la disculpó otra pasajera, mientras despegaba los restos de piruleta del abrigo de piel con una toallita de manos.
El cuadrilátero de metal flotaba a ras, en la oscuridad de la noche, entre mareas y cornisas. Algunos pasajeros ocupaban los asientos centrales. Otros, en cambio, se apoyaban sobre bastones de hierro atornillados a la plataforma. La velocidad de esta novedosa forma de transporte público no era suficiente como para lanzar a nadie por los aires, pero más les valía permanecer estables durante los cambios de dirección entre los canales.
Otra mujer intervino para meter cizaña:
—¿El Dave no podía bañar solito al niño y acostarlo?
—No mamá. Parece mentira que no los conozcas —respondió a la sexagenaria—. El Miquel no tiene fondo. Y el Dave, encima, le da bola. La última vez que los dejé a solas por la noche terminaron en una taberna comiendo quesos y bebiendo vino.
—¿Vino? ¿Miquel, tú no serás un niño malo, no? —se dirigió la abuela a su nieto con cara de espanto.
Miquel buscaba con un dedo por su boca y despegaba el trozo de piruleta del paladar.
—No mamá. El niño no. Mi Dave —carraspeó.
—¡Zambomba!
—Lo dejé todo preparado. El gel para piel sensible en el lavabo. Los patitos en el filo de la bañera. El lenguado en el microondas con tapadera. Pero mi patuco prefirió salir con su padre a descubrir la noche sin su mamuca. Por su puesto, una tiene sus contactos, y la Roro me lo contó todo.
—¿Dónde estabas tú?
—Con las amigas mamá. Otras amigas, no esas —aclaró—. ¡Una necesita salir también de vez en cuando! ¿O no?
ESTÁS LEYENDO
Hora Veintitrés
Ficção CientíficaA finales de otoño de 2045, cuando desperté en el hospital de El Loto, la ciudad maldita a la que me enviaron mis padres cuando cumplí los 4 años, no habría sido capaz de imaginar que ser asesinado durante el verano del año próximo podía convertirse...