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La lluvia del día anterior había encharcado el camino real haciendo casi imposible su andar; la tierra estaba demasiado blanda y el fango engullía con gula la suela de sus botas de cuero. A su alrededor las ramas de los enormes árboles bailaban con sombras verdes y doradas, junto a su incesante canción. El ocaso sangriento brillaba rojo y despiadado detrás de él, mientras los destellos de viejas estrellas comenzaban a asomarse.

Crowley se detuvo para tomar una gran bocanada de aire frío, saboreando la humedad de la tierra. Acarició el hocico de su fiel caballo, una criatura sin nombre negra y flaca que robó de un establo años atrás. Había nacido para ser la montura de un gran señor, pero bajo el cuidado de su nuevo dueño se vio convertido en un palafrén de viaje.

Los fragantes vientos se volvían más y más helados conforme la noche caía, así que el hombre reanudó la marcha, jalando al caballo de las riendas. Ambos estaban agotados; el viaje que habían emprendido resultó ser más largo y peligroso de lo que parecía en primer lugar. Los caminos se borraban de los bosques, bandidos acechaban y las tormentas de primavera cayeron sobre ellos más de una vez. Pero no tenía otra opción. Tenía que llegar al torneo que habían organizado los señores del Este.

A él le encantaban los torneos. Lo devolvía a aquellos tiempos donde celebraba junto a damas y señores orgullosos los combates que los caballeros presentaban ante ellos, como una especie de danza de cortejo. De esos bellos años de juventud no quedaba nada más que el amargo recuerdo de una sangre dorada que se marchitó por culpa del último hijo.

Crowley fue el único heredero de su casa, y cuando finalmente sus predecesores fallecieron se convirtió en el señor de su propio castillo. El cuervo negro de la familia adornó los salones con soberbia hasta que después de una serie de malas decisiones, la desgracia finalmente cayó sobre él. Nunca debió unirse al usurpador, nunca debió ceder a sus encantos, nunca debió escuchar aquellos susurros llenos de gloriosos cantos libertarios. Era lo que pensaba cada vez que recordaba como fue arrancado de los cimientos que fundaron sus antepasados.

Pero lo hizo, y ahora vagaba en los caminos como un mercenario errante, pagando sus pecados siendo una sanguijuela que siempre estaba al acecho de las calamidades, encontrando las formas de poner su nombre en boca de todos los malditos. La cercanía a su destino natural lo orillaba a ser partidario fiel del libre albedrío, a fortunas oscuras ganadas con el sudor y la sangre. La corona lo había despojado de todos sus títulos y tierras, pero se había convertido en el caballero de las serpientes entre el vulgo. Pertenecía a la nobleza de los muertos de hambre.

Finalmente la antigua fortaleza que era su destino se alzó ante él, imponente. Era una mole impenetrable con murallas tan altas y cerradas que eran aterradoras. No tenía nada de la magnificencia y obscenidad del castillo que alojaba a la familia real, parecía que más bien fue pensada para resistir y proteger a la última semilla del rey en caso de guerras o revueltas.

Era casi divertido ver los cientos de pabellones coloridos que rodeaban las murallas, como si un arcoiris hubiera decidió asediar al castillo.

La noche ya había caído cuando llegó a las puertas del campamento. Era un enorme laberinto de tiendas y estandartes. Los colores inundaban el cielo negro. Rojos intensos como la sangre, amarillos encantadores, matices infinitos de azules, morados, verdes. Y en medio de estos, animales de todas formas posaban bordados o pintados en las telas cobrando vida cada vez que los vientos soplaban. Crowley nunca fue bueno en la heráldica por lo que no se detuvo a adivinar a qué casa pertenecía cada uno. Cuando se aprendía los apellidos de una veintena de familias surgía de la nada otra treintena, hasta nunca acabar.

Y todos ellos habían hecho acto de presencia en el torneo pensado para celebrar el aniversario de nacimiento de la princesa Muriel, la nieta más joven del rey. Los premios eran generosos y cientos de caballeros esperaban hacerse de al menos uno. El honor más grande, al parecer, era el de convertirse en el guardia personal de la princesa, y solo el que lograra descabalgar hasta el último pretendiente lograría tal honor.

Él no aspiraba a eso, escupía en ello. Estaba tan harto de la realeza como para volverse el niñero de una mocosa de alta cuna, solo para luego seguir siendo el niñero de sus bebés y así hasta morir como un sirviente más. No. Lo único que necesitaba era una victoria; algo que le asegurara unas cuantas monedas antes de marchar a otra región a cazar suerte.

Caminó hasta el otro extremo del campamento, al lugar más lejos y solitario que pudiera encontrar. Los hermosos pabellones habían quedado en el olvido para él. Él descansaría bajo una manta vieja de lana, y si tenía algo de suerte de su lado, encontraría unas ramas lo suficientemente estables para hacer un techo con su capa desgastada. Las cenas abundantes y deliciosas también habían sido reemplazadas por las liebres que cazaba, o tasajos de carne dura que en ocasiones se podía pagar.

Arrastró consigo a su desgarbado caballo, con la armadura negra mellada y sin pintar que colgaba de uno de sus costados. En el pasado había sido el tesoro de su familia pero el tiempo y la necesidad la consumió con crueldad, Crowley tuvo que vender los rubíes que solían estar incrustados en los adornos tallados. Aún tenía la certeza de que el linaje de su sangre murió con cada uno que arrancó.

Dicha exhibición no pasó desapercibida por los galantes caballeros, escuderos y lores que lo miraron con sus característicos ojos crueles. El pelirrojo supo que aquel prado multicolor estaría lleno de desdenes y burlas abiertas, pues no había veneno más mordaz que los delirios de grandeza de aquellos hombres.

Siguió su camino hasta que de pronto sonó un clarín, hendiendo en el humo de la noche. Fue un sonido largo y penetrante, como el canto de un ave solitaria, y pronto fue correspondida por un sin fin de trompetas en la muralla de la fortaleza. A la distancia oía la voz alta y estruendosa que solo podía pertenecer a un heraldo. El fuerte chocar de las inmensas cadenas que sostenían el puente levadizo de la fortaleza se extendió por todo el campo junto al crujir de la madera y el hierro.

Todos salían de sus pabellones para formarse a los lados del camino. El sonido de los cascos de los caballos se intensificó hasta que apareció la gran comitiva de caballeros y arqueros. Los abanderados abrían el paso con el largo estandarte blanco. Una ráfaga de viento helado levantó los inmaculados pendones de seda, y el unicornio dorado que era el emblema del rey galopó con el aire.

"Ha llegado el gran patriarca". Pensó Crowley con desdén, cruzando sus brazos para mantener calor mientras miraba pasar la procesión real.

Los grandes señores que se codeaban con la corte de su majestad fueron apareciendo uno tras otro, altaneros e inalcanzables, con sus armaduras llenas de intrincados diseños. Entre todo aquel mar de caballeros distinguió el inconfundible perfil de Gabriel, el primer hijo del rey y príncipe heredero. Cabalgaba en un semental sin igual, era una espléndida bestia de sedosas crines, incluso el animal llevaba una armadura esmaltada. Al lado de su viejo padre, el príncipe parecía un dios. "El dios del horror y las heces sangrantes", maldijo el pelirrojo.

Detrás de ellos llegó el resto de los parientes. Hijos, hermanos, primos, nietos. El linaje estaba asegurado por generaciones, observó divertido. Al final, una figura familiar llamó su atención. Era un caballero alto, y por su cercanía en la comitiva era obvio que también era parte de la realeza. Montaba una hermosa yegua pálida como la luna. La armadura que llevaba era igual de blanca con oro engastado, y usaba una larga capa nívea que flotaba en el aire. Crowley conocía muy bien al hombre que se escondía debajo de toda esa fachada.

Mientras todos lo observaban con solemnidad y uno que otro hincaba la rodilla, él levantó el puño, oponiéndose abiertamente a la corona. Una sola manga negra en medio del mar de gente. Supo que fue visto por el hombre cuando el yelmo giró a su dirección y se mantuvo por varios segundos en la misma posición, después volvió al frente y siguió a su familia al interior de la fortaleza.

Crowley sonrió para sí mismo con la eterna mueca maliciosa que era tan característica en él. La sola presencia de aquel caballero blanco compensaba todas las desventuras de su viaje hasta ahí. Tomó las riendas de su caballo y siguió en busca de algún rincón donde levantar su pobre campamento.

El caballero de las serpientes l||l AziraCrow (Good Omens)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora