Capítulo uno: el mensaje

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"La vida que desaparece, no vuelve más, es como una sombra"
L'Insoutenable légèreté de l'être- Milan Kunder

Capitulo uno:
el mensaje

Al mediodía, recibí una montaña de cartas que ocuparon todo mi escritorio como si hubieran cobrado vida propia. Sus finos brazos de papel se extendieron hasta tomar el piso y levantaron el polvo contenido de sus debiles cuerpos. Arrugué mi nariz sintiendo picor.

Entonces, sumergí mis manos entre la "montaña", leyendo las cartas sin mucha predisposición, mientras revoloteaban los olores de tinta y, sutilmente, también la fragancia de gardenia.

De pronto, un rayo de luz se escapó de mi ventana y se posó sobre una carta en mal estado, con el papel amarillo y la tinta corrida. Con desgana, la tome entre mis manos y su olor acre desvaneció la Gardenia. A pesar de su estado deprimente, logré reconocerla. La había soñado tantas veces que no  podía creer que estuviera entre mis manos, a punto de ser profanada e inspeccionada con la inquietud de un animal hambriento.

Con la vergüenza de admitir que aún estaba bajo su embrujó; cada palabra escrita por él, aún si se tratase de un mínimo carácter, me hacía agitarme acaloradamente, temer y al mismo instante desear, llorar, al igual que reír y sobretodo amar y sufrir ¿Cómo podía explicar sin verme incongruentes? Incluso a mi edad, sigo sin hallarle las palabras correctas a estos sentimientos.

De repente, fui sacado de mi trance cuando Lara me extendió una taza de café negro y preguntó, con una voz calida:

—¿Es otra propuesta de matrimonio? Su cara palideció de la nada, parecía que tuvo miedo.

Aproveché su interrupción para alargar el momento del enfrentamiento con aquella carta.

—Por favor, Lara, solo los cobardes le temen al matrimonio. Esto es una carta de arrepentimiento —aclaré y en un acto inconsciente, apreté la carta contra mi pecho.

—¿Carta de arrepentimiento? No las conozco —confesó mientras sacudía la cabeza y continuó hablando:— Nadie quiere dejar en evidencia su vulnerabilidad. Debe tenerle mucho miedo de enfrentarle, aunque he de admitir que asusta cuando se enoja.

Lara era una joven de veinticinco a veintisiete años que se encargaba de la limpieza de las oficinas; no conocía casi nada de ella, solo que era muy habladora.

—Es normal que no reciba, si la gente puede evitarlo, lo hara, al menos que busquen algo de usted.

— ¿Y que busca la persona que le escribió?

—Todo, posiblemente...

Después de nuestra breve conversación, volví, finalmente, a la carta que temblaba bajo mi tacto, creyendo que podía dominar las emociones que me transmitía. Me mantuvo firme ante la idea de no caer en su juego, ¿Cual firmeza tengo? ¡No tengo resistencia! sí la sola ilusión de que lo escrito evocase mi presencia, su soledad y el dolor de nuestra separación. Suspire sintiéndome oprimiendo por los recuerdo gratos y amargos.

Por fin, me llene de valor y la leí:

«Mi único amigo.
He sentido tu ausencia como un hecho eterno que perturba mi vida. Aunque tú me ignores, sé que muy en el fondo aún aguardo en ti algún sentimiento agradable, ¿Me quieres? ¿Te doy lastima? No sé en dónde comienza uno y termina el otro.

Pero, el motivo de mi carta no es para recriminar ninguna acto sino para solicitar, me gustaría hablar contigo por última vez, creo que muchas cosas quedaron en la espera de ser resueltas, nudos e hilos que se enredaron o  se perdieron en discusión y que yo, tristemente, sueño con decirte las palabras que amas escuchar

Francis Morker.»

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Lara se acercó con un pañuelo en la mano y la otra en su mejilla.

—No es bueno guardar viejo rencores.

Yo la miré y le confesé:— No hay rencores, Lara, solo existen arrepentimientos.

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