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Lisa Díaz, una joven estudiante universitaria de veintidós años, de figura delicada y enigmática. Su cabello castaño caía en suaves ondas sobre sus hombros, enmarcando un rostro de rasgos finos y expresivos. Sus ojos verdes brillaban con una chispa de inteligencia y curiosidad.

Vive en una modesta pero acogedora casa, junto a su abuelo, el único pariente que le queda en el mundo. El anciano, de setenta y tres años, llevá en su rostro las marcas del tiempo, con arrugas que cuentan historias de una vida bien vivida. Su cabello, una vez oscuro como la noche, ahora era blanco como la nieve, un testimonio de los años que habían pasado.

Los ojos del abuelo, que alguna vez brillaron con sabiduría y experiencia, ahora se perdían a menudo en la bruma de la demencia. Era un hombre sabio y respetado, pero ahora necesitaba de cuidados constantes. Lisa, con su corazón lleno de amor y devoción filial, se convertía en su ángel guardián, teniendo una vida social limitada, para asegurarse de que su abuelo estuviera siempre bien.

Cada semana, Lisa dedicaba tres días a asistir a la universidad. En esos días, contrataba a alguien de confianza para cuidar de su abuelo, asegurándose de que estuviera en buenas manos. Era un acto de amor incondicional, una muestra de la fuerza de su vínculo Familiar.

A pesar de los desafíos y sacrificios que enfrentaba, Lisa nunca se quejaba. En su corazón, sabía que estaba haciendo lo correcto, que su abuelo merecía todo su amor y cuidado. Y aunque su vida social se viera limitada, encontraba consuelo en la compañía de su abuelo, en las historias que compartían y en los momentos de complicidad que solo ellos dos podían entender.

—Abuelo, toma tus pastillas —le dice con voz suave pero firme, entregándole un pequeño vaso de plástico con pastillas de colores y otro vaso con agua cristalina.

—No estoy enfermo —se negó a tomarlo, apartando la mirada.

Lisa mantuvo su compostura, había días en los que se comportaba como un niño— si te lo tomas te daré helado.

—¿De verdad? —preguntó él, con un brillo de ilusión en sus ojos.

—Claro —asintió Lisa, sonriendo con ternura.

El abuelo de Lisa, con manos temblorosas pero determinadas, tomó las pastillas en un abrir y cerrar de ojos, ansioso por recibir su merecida recompensa. Lisa, con amor y ternura en su mirada, depositó un suave beso en la mejilla arrugada del anciano antes de dirigirse al congelador en busca del helado. Sabía que era el premio que tanto anhelaba su abuelo, una pequeña indulgencia en medio de la rutina diaria.
Una vez que el helado estuvo en sus manos, Lisa regresó al lado de su abuelo, cuya expresión de anticipación se mezclaba con una gratitud silenciosa.

El reloj marcaba la hora de la siesta, un momento de paz y descanso para ambos. Con su delicadeza habitual, Lisa ayudó al anciano a recostarse en la cama, ajustando meticulosamente los detalles para garantizar un descanso óptimo. Acomodó las almohadas con esmero, asegurándose de que estuvieran en la posición perfecta para brindar comodidad. Cubrió al abuelo con una suave manta, protegiéndolo del frío que se colaba por las rendijas de la ventana.

Mientras el abuelo cerraba los ojos y se adentraba en el mundo de los sueños, Lisa se encontraba en un estado de inquietud interior. Aprovechaba estos momentos de quietud para sumergirse en sus estudios de psicología, una carrera que en un principio parecía un camino llano pero que se había convertido en un sendero empinado y tortuoso. Cada día se enfrentaba a nuevos desafíos, a teorías complejas y casos intrigantes que la empujaban a superar sus límites. Sin embargo, estaba decidida a conquistar la cima, sabiendo que solo le quedaban dos años para alcanzarla.

Además de su dedicación universitaria, también se encargaba de mantener el orden y la limpieza en la casa. Ese día, le tocaba enfrentarse al pequeño desván. Por alguna razón desconocida, su abuelo le había prohibido la entrada cuando era más joven. Siempre le había intrigado ese lugar, lleno de polvo y secretos.

Legado #ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora