«El amor debe ser sincero. Aborrezcan el mal; aférrense al bien.»
ROMANOS 12:9
20 de octubre de 1987
Se dice que la desgracia quedó dictada cuando la medalla de San Benito le fue otorgada a Elijah Clarke, el seminarista más joven de su grupo.
En una iglesia poco conocida, ubicada en la profundidad del valle de Sussex del Este, el obispo le concedió su bendición, se despojó la cadena de oro que antes rodeaba su cuello y esta terminó en posesión del muchacho, quien acababa de cumplir veintiséis años y estaba siendo ordenado Sacerdote. El coro entonó el canto litúrgico precedido por voces masculinas:
«Crux Sacra sit míhi lux
non dráco sit míhi dux
Váde rétro Sátana!
Númquam suáde míbi vana
Sunt mála quaë lébas
Ipse venena bibas.»Más de doscientos chicos vestidos con sotanas bordeaban los asientos frente al altar, en completa expectativa. En cierto momento, todos se colocaron de pie y oraron en honor al nuevo integrante de la Orden, quien no se creía lo que estaba sucediendo. En una esquina frente al presbiterio, un muchacho veía a Elijah con recelo y, tras darle un repaso de pies a cabeza, apartó la mirada con una mueca de desagrado.
El evento culminó cuando el sol anunció el atardecer y las velas de los candelabros empezaron a consumirse. Clarke —como le llamaban por respeto— fue abordado por sus compañeros, quienes estaban contentos por el gran paso que había dado el prodigio de las clases. Pero entre tantos rostros conocidos, Elijah esperaba a una persona en concreto. Ignorando el alboroto a su alrededor, sus pupilas viajaron por el recinto sin mucho éxito, pues una nueva ola de jóvenes comenzó a vitorear. La euforia era palpable y todos regresaron al seminario gritando: «¡Tenemos nuevo sacerdote!»
En horas de la noche, tras compartir la cena y brindar, Clarke se disculpó con quienes reían en la mesa y se deslizó hacia los jardines del recinto, dejando a un tumulto de chicos relatando anécdotas y llenándose los estómagos de postres suculentos. El seminario era una edificación que databa del siglo XVI, pero permanecía bastante preservada con las ayudas del gobierno. También las áreas verdes destacaban en plena oscuridad. El reflejo de la luna cubría como un manto sobre el camino de arbustos y flores llevando a la fuente del patio, donde una figura alta, esbelta y masculina se encontraba sentada en un banco con los codos apoyados sobre las rodillas mientras sostenía una rosa entre sus dedos.
John Graham, un joven de veintitrés años con un historial menos opulento, reconoció la procedencia de esas pisadas lentas pero seguras, mas no alzó la mirada para encontrarse con Clarke.
—Pensé que no te vería en todo el día —dijo Elijah, quien de inmediato tomó asiento a su lado—. También te perdiste la cena.
Una risa sin gracia, apenas audible, brotó de la garganta del otro.
—Está más divertido allí adentro —contestó, jugando con el tallo de la flor—. ¿Qué haces aquí? Supongo que querrás cuidar tu reputación ahora que eres el favorito de Dios.
Elijah soltó un suspiro pesado, comprendiendo la situación.
—Debes entender...
—¿Entender qué? —le soltó John, en un susurro furioso, y sus ojos grisáceos subieron hasta los de Elijah, quien enmudeció—. ¿Que debo fingir más que nunca? ¿Que si te descubren saldrás perjudicado? Esto no se supone que es tranquilidad. Hago lo que puedo, pero debo simular mirarte sin que se note lo evidente. Estoy cansado.
Cuando se incorporó con la intención de marcharse a su habitación y aliviar su descontento, Elijah lo tomó del brazo con determinación.
—No pienso abandonar lo nuestro, aun cuando mi posición dicte que no debo amarte.
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Ravenholt ©
Mystery / Thriller«Los monstruos más temibles son los que se esconden en nuestras almas.» -Edgar Allan Poe