«Porque así como por la desobediencia de uno solo muchos fueron constituidos pecadores, también por la obediencia de uno solo muchos serán constituidos justos.»
ROMANOS 5:19
Los pasillos del internado parecían interminables cuando las condujeron hacia su destino. Sor Clarie caminaba al frente, su hábito rozando el suelo, las cuatro chicas siguiéndole en silencio. La luz se filtraba a través de los vitrales polvorientos, proyectando sombras alargadas que se deslizaban por las paredes como ánima sin rumbo. El castigo había sido anunciado sin más explicaciones: limpiarían el despacho del director, un lugar del que ninguna de ellas había oído hablar, excepto tal vez Francesa, cuyos ojos destellaban de curiosidad contenida.
Existían muchas historias acerca de ese internado. Una de ellas, narraba que durante la Primera Guerra Mundial el palacio fue utilizado como refugio para salvaguardar municiones y servir como hospital para los heridos. Fue entonces que involucraron a la iglesia. En los pasillos aún permanecían los retratos de las figuras que contribuyeron al resguardo de los militares, y se contaba que los fantasmas de quienes no lograron recuperarse deambulaban por las noches en busca de tranquilidad. Tras superar los daños y reabastecer la calma, la iglesia tomó la estructura como un hogar de enseñanza para jóvenes que deseaban propagar la palabra de Dios. Así nació un seminario que impartiría clases hasta la década de los noventa, tras sucesos que no estaban del todo claros, según la poca información que Francesca había recolectado a lo largo de su estancia.
Estaba de más decir que era un alma con hambre de respuestas. Se consideraba a sí misma una devoradora de libros. Por algún motivo, se llevaba mejor con los tesoros guardados en la biblioteca que con la tecnología o con las personas. En cuanto encontró el amor en la lectura y aquellos temas que capturaba su atención, lo demás dejó de importarle. Por eso, más que temer, aquel rumbo incierto se sentía como vivir lo que en algún momento había leído en soledad. Emocionante y extraño.
Francesca volvió a la realidad cuando llegaron a una puerta de madera oscura, decorada con un pesado aldabón de bronce oxidado.
—Dejen todo impecable —dijo Sor Claire con firmeza, dejando frente a la puerta un cubo con todo tipo de utensilios de limpieza—. No saldréis de aquí hasta que esté como nuevo. —Giró la llave en la cerradura con un crujido antiguo, como si la puerta no hubiera sido abierta en décadas. Sin esperar más, las hizo entrar.
El interior del despacho era un espacio suspendido en el tiempo, un relicario de lo que alguna vez había sido la autoridad máxima del internado. Las estanterías estaban abarrotadas de libros con lomos añejados, todos cubiertos por una gruesa capa de polvo. Los muebles, pesados y elaborados en maderas macizas, tenían un aire imponente, casi sobrecogedor. Grandes cortinas de terciopelo rojo, raídas en los bordes, caían pesadamente sobre las ventanas, filtrando la luz de la tarde en tonos apagados. El ambiente de penumbra transformaba la habitación en algo místico y ominoso.
El aire de misterio y belleza que penetraba la atmósfera ocasionó en Francesca una oleada de fascinación. Sus ojos recorrieron cada rincón, deteniéndose en las pinturas viejas, en los objetos abandonados sobre el escritorio, en los relojes y las lámparas veladas de sombras. Algo en ese lugar resonaba con una parte de su interior, una parte que la atraía con fuerza.
Grecia, en cambio, mantuvo su habitual expresión distante. Desde que habían sido castigadas, no había pronunciado una palabra sobre lo ocurrido en clase. Pero Wendy ya no podía callar.
—Quiero que me devuelvas mis partituras —comenzó, en un intento por disimular el temblor de sus manos—. Sabes bien que lo que hiciste estuvo mal. —Estaba de pie frente a ella, con el rostro tenso por la frustración.
ESTÁS LEYENDO
Ravenholt ©
Mystery / Thriller«Los monstruos más temibles son los que se esconden en nuestras almas.» -Edgar Allan Poe