«Sobre todo, ámense los unos a los otros profundamente, porque el amor cubre multitud de pecados.»1 PEDRO 4:8
20 de enero de 2022
El eco del violín llenaba la pequeña capilla del internado, reverberando en las paredes de piedra como una plegaria que se estiraba más allá del oído humano. Los ojos de Wendy estaban cerrados mientras sus dedos danzaban sobre las cuerdas, pero su mente no encontraba paz. Cada nota que tocaba parecía una sombra de lo que debía ser, una versión deslucida de la perfección que soñaba alcanzar.
A lo lejos, en la penumbra del coro, donde las luces de los candelabros apenas rozaban los rincones, estaba ella. Francesca, sentada como siempre, escuchaba con una devoción que Wendy temía y anhelaba a la vez. La seriedad de su rostro, la forma en que sus labios entreabiertos parecían beber cada nota, le daban a la violinista una fuerza casi sobrenatural para seguir tocando, aunque la culpa anidaba en lo más profundo de su pecho.
El reloj de la torre resonó, anunciando el final de la práctica, pero no se detuvo. No podía, no hasta que Francesca se fuera. Si dejaba de tocar, temía que los sentimientos que había mantenido a raya todo ese tiempo se desbordaran, rompiendo la cuidadosa estructura de su vida. La música era el único escudo entre su deseo y el abismo que la esperaba si alguien indagaba en la verdad.
—Es suficiente por hoy. —La voz de una de las monjas irrumpió en la estancia—. No busques aquello que está lejos de tu alcance, chiquilla.
Pero Wendy sabía que lo inalcanzable era lo único que le quedaba. Solo la perfección —en su música, en su disciplina— podría compensar los pensamientos prohibidos que la atormentaban.
Al guardar su violín, sus ojos rasgados y oscuros se encontraron por un segundo con los de Francesca, y fue como si todo el aire en la capilla se hubiera vuelto eléctrico. Ese momento, esa conexión silenciosa, era más catastrófico que cualquier error en su interpretación. Porque, aunque la música podía corregirse, el amor no tenía forma de ser contenido.
† † †
Wendy salió de la capilla con pasos lentos, acariciando la funda de su violín como si con ello pudiera calmar el torbellino que llevaba dentro. El pasillo estaba envuelto en el mismo silencio solemne que parecía permear cada rincón del palacio que habitaba desde que tenía ocho años. Sin embargo, ese silencio se rompió en cuanto dobló la esquina.
—Sabía que estarías aquí —dijo Valentina con una sonrisa ladeada, apoyada contra la pared tapizada. Sus ojos, siempre brillantes con una mezcla de travesura y complicidad, eran lo único que rompía la monotonía del lugar.
Wendy suspiró, aliviada por la familiaridad de la escena. Valentina era el ancla que la mantenía a flote, la única persona en todo el internado que la conocía de verdad. Habían llegado juntas hacía diez años, y desde entonces, eran inseparables. Su niñez no había sido nada sencilla, pero juntas habían encontrado tranquilidad la una en la otra. Mientras Wendy se entregaba al violín con una adoración casi obsesiva, Valentina había sido su amiga incondicional, la única que no temía decirle la verdad y, además, una excelente pianista.
—¿Otra vez hasta tarde? —La morena le lanzó una mirada de falsa desaprobación mientras la rodeaba con un brazo—. No vas a mejorar si te quedas más horas y se te entumecen los dedos.
Wendy esbozó una sonrisa cansada.
—No es mejorar lo que me preocupa... O al menos, no solo eso.
Valentina la observó con más seriedad y su expresión cambió en un instante de burlona a protectora.
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Ravenholt ©
Misteri / Thriller«Los monstruos más temibles son los que se esconden en nuestras almas.» -Edgar Allan Poe