Durante los últimos coletazos de la Guerra de las Dos Rosas, Lady Iseult de Beauchamp, hija del gobernador de Scarborough, anhela que este le dé permiso para asistir a la feria más importante de toda Inglaterra y escapar así de su rígida rutina. Cua...
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Cuando regresó de la feria encontró a su padre sentado en la mesa del vestíbulo, como era habitual en él. Casi de forma reverencial, depositó a su lado la escribanía con sus pulcras cuentas, pero Guy de Beauchamp las apartó de sí con un gañido, manchando al mismo tiempo las hojas con las gotas de grasa de cordero que chorreaban de sus dedos y farfullando que quería cenar tranquilo.
—Pediré que me preparen una bandeja y cenaré en mi habitación —repuso Iseult, intentando contener unas lágrimas de frustración al ver su trabajo despreciado y vapuleado de aquella manera.
—No —respondió él cuando la joven estaba ya a medio girarse—. Esperarás aquí un rato y luego podrás cenar.
Ella lo contempló con asombro.
—¿Así, sin hacer nada? —preguntó sin entender muy bien qué quería su padre.
—Claro que no, estúpida. Siéntate en aquel banco y ponte a bordar, si es que sabes hacerlo como Dios manda. No pongas esa cara. Obedece y guarda silencio. Y arréglate un poco ese pelo revuelto. Encorva los hombros, eres demasiado alta.
Iseult se mordió el labio inferior, esforzándose en recordar que su deber era acatar los deseos de su padre y tratando de ignorar el hambre feroz que le culebreaba en las tripas desde hacía un buen rato. Enroscó en un dedo los mechones sueltos que se le escapaban de las trenzas y los escondió en el entramado cobrizo antes de recoger su trabajo de costura de uno de los arcones y ponerse a bordar con desgana el mantel nuevo para la capilla, todo en hilo de oro y escarlata.
El tiempo parecía avanzar más despacio mientras su padre terminaba de cenar y ella comenzaba a notarse mareada de hambre y cada vez más inquieta. Las tripas le rugían y le dolía la espalda de encorvarse para parecer más enjuta. Súbitamente, alguien aporreó la puerta interrumpiéndolos en sus dispares ocupaciones. Guy se enderezó en su silla y se llevó un pañuelo amarillento a la boca, propinándose unos burdos toques que poco o nada se acercaron al objetivo de retirar el pringue del asado de sus labios.
—¡Entrad! —exclamó.
Para desgracia de Iseult, sir Dominick traspasó el umbral, y la estancia pareció encogerse y estrecharse con su apabullante presencia. La joven intentó concentrarse en su tarea, pero las manos le temblaban tanto que se pinchó con la aguja. Por suerte, atinó a chuparse el dedo antes de que se manchara el mantel.