IV: UN OLIMPO IMPERFECTO

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Abner estaba jadeando. Era como si llevara siglos en aquella habitación, esquivando obstáculos, atacando a enemigos y consumiéndose por su propia fuerza. Aunque era una suerte que sus poderes no le hicieran demasiado daño ni le causaran confusión o dolor, como era el caso para los hijos de algunos dioses.

-¡Vamos, hijo!-le decía Zeus, en lo que a él le parecía una manera de animarlo a seguir-. ¡Sé que puedes dar más! ¡Mucho más!

¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Dos días? ¿Tal vez tres?

A decir verdad, eso no importaba. En el exterior solo habrían pasado aproximadamente unos diez minutos, puede que menos incluso.

El mestizo, apoyándose en sus rodillas, se dio cuenta demasiado tarde de que su padre había creado una horda de enemigos demasiado fuertes. Éstos, únicamente creados para atacar sin descanso, le dieron a Abner en la espalda y le hicieron cortes en piernas y brazos.

El semidiós, sorprendido por el repentino ataque, cayó al suelo, arrodillado, pero, esta vez, nada vino a atacarle. Es más, en la sala reinaba un escalofriante silencio.

-¡Abner, levanta!-Zeus intentaba sonar seguro, aunque su tono de voz tembló un poco-. ¿No puedes hacer nada más? ¡Venga, arriba!

Las palabras del dios eran lo único que escuchaba el chico, y lo estaban agotando.

Abner, cansado de la voz de su padre y con ganas de callarlo, soltó un grito de dolor en el que se liberaron varias y potentes ondas de electricidad.

La desgarradora voz del muchacho se escuchó desde fuera de la sala en la que se encontraba; es más, se escuchó en casi todo el Olimpo.

Los fuegos griegos amenazaron con apagarse, la luz pareció desaparecer por un momento y todo el mundo sintió una especie de descarga, aunque, por suerte, muy leve.

Zeus se quedó paralizado. Nunca había imaginado que un semidiós pudiera tener tanto poder. Era hijo suyo, cierto era, pero los hijos medio humanos de los dioses suelen poseer la mitad, probablemente menos, de la fuerza de sus padres. Y ahí estaba Abner, habiendo causado un gran estruendo en el mismísimo Olimpo.

El chico, que había desatado todas las fuerzas que le quedaban, cayó al suelo completamente inconsciente, lleno de heridas y cortes y con un río de sangre derramando por su nariz.

-Abner, levanta -le ordenó su padre-. ¡Abner, muévete! ¡Levántate del suelo ahora mismo! ¡ABNER! ¡ABNER, QUE TE LEVANTES!-El dios emanaba un nivel preocupante de electricidad, cosa que solo ocurría cuando estaba enfadado de verdad.

Nada. Ni un solo signo de que lo había escuchado. Lo único que ocurrió fue un leve espasmo del cuerpo del chico.

En vez de que su hijo hiciera algo, en la sala entró la diosa Artemisa.

-¿Qué le has hecho al muchacho?-preguntó con tono serio al ver la situación.

-¿Y a ti qué te importa, hija? Lo que haya hecho no te incumbe.

-El chico está gravemente herido.

-No es para tanto.-Zeus puso los ojos en blanco.

-Sí que lo es, padre. Si me disculpas, voy a llamar a mi hermano para que lo cure.

En cuanto el hombre se aseguró de que nadie lo veía, se acercó a su hijo para verlo de cerca y, al contemplarlo, unas lágrimas recorrieron sus mejillas. ¿Qué había hecho?

Es cierto el egoísmo de los dioses, pero, al fin y al cabo, son seres con sentimientos, emociones y sueños, al igual que los humanos, aunque sean mil veces más poderosos.

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