Regresar a la casa que había dejado atrás fue como viajar por unos momentos a su niñez.
La decoración de montones de figurillas de porcelana y recuerdos de cumpleaños, bodas y bautizos que su madre coleccionaba, seguían ocupando varios de los rincones de la casa. Y el pensar en todas las veces que su madre pegó el grito al cielo cuando con sus juegos, rompió más de una de aquellas figuras casi le hizo sonreír nostálgico y divertido.
También estaba el amplio solar donde la Negra y la Mocha, dos viejas perras callejeras, llamadas así porque la primera era tan negra que durante la noche lo único que mostraba eran los ojos centelleantes, mientras que, a la segunda, la habían encontrado en los huesos, con una gusanera en una pata delantera que era más gusanos que pata y echada a las puertas de la casa.
Nunca olvidaría cuando su padre le dijo: «esa vergaja se va a morir», y la impresión que le dio ver a una perra más muerta que viva y de mirada triste. Pero contrario a lo que todos pensaron, la perra sobrevivió para ser una bola de energía que con todo y pata mocha, corría como alma que lleva el diablo.
Ambas perras habían formado parte de sus carreras de infancia. Y la eufórica manera en que le recibieron le hizo sentir como si el tiempo no hubiese pasado.
No se había dado cuenta de cuánto las había extrañado hasta que las emocionadas perras le tiraron al suelo de tierra del solar y terminó revolcado, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Asimismo, no tuvo idea de que existía otra cosa que extrañó hasta que su madre le sirvió durante la cena arepas con caraotas, queso de mano, suero y huevos criollos.
Para otros aquello podía ser algo simple, pero tenía que admitir que ni las arepas ni las caraotas le quedaban igual a las que hacía su madre. Sin contar que desde que decidió partir del lugar donde estaba estudiando en Caracas a Chile, algunas cosas como el queso, nunca sabían iguales.
Pero mientras disfrutaba a la cena y escuchaba a su madre contar mil cosas sobre cómo Carolina la había nombrado una de las organizadoras oficiales de la boda, dejando a la chismosa y de mal gusto de la tía Verónica de lado —porque con tres divorcios en su historial de seguro le daba pava a la vaina—, e intentaba acostumbrarse a ver a su padre sin bigote, quien le hacía una que otra pregunta sobre su trabajo y vida en general, escuchó tocar a la puerta con fuerza e insistencia, acompañado de un grito de «¡Cristian Josefino sé que estás ahí!», que le hizo congelarse.
Su segundo nombre no era Josefino, era Daniel, pero reconoció de inmediato que se trataba de Carolina; no solo por la voz, sino porque ella solamente le decía así cuando estaba molesta. Y él sabía que el regresar a su hogar sin mandarle ni un mensaje, era motivo para que la mujer estuviese molesta. No, más que molesta debía estar arrecha y lo que le seguía.
Por un momento, se cuestionó si quizá era muy tarde para conseguir un transporte hasta el terminal y regresar por donde había venido. Sin embargo, antes de que pudiese decir o hacer algo, su madre ya estaba abriendo la puerta y recibiendo con alegría a la joven mujer. Y Cristian tragó saliva al ver la molestia en los felinos y verdosos ojos de su prima, que se acercó y se plantó ante él con los brazos cruzados y mirándolo de arriba abajo con expresión acusatoria.
—Muy bonito, muy bonito... Pero miren al Señor Perdido que ni avisa que va a venir cuando le dije que lo estaba esperando y quería ser de las primeras en darle un abrazo. Debe ser que el señor ya se olvidó de su prima y solo aceptó venir por compromiso, porque ya no le interesa nada y...
—Ya, ya, Carolina... —dijo Cristian, intentando detener la formadera de peo de su prima, porque la conocía y si la dejaba seguir estaría allí escuchándola hasta la madrugada—. ¿De dónde sacas esas vainas? Pa ́ dramática estás mandada a hacer. Ven aquí, chica. —La abrazó, en parte para calmarla y, por otro lado, porque la verdad era que sí la había extrañado un montón.
Sintió un golpe de indignación en su hombro que Carolina le propinó, pero tras unos segundos, la mujer le abrazó de igual manera.
—¿Por qué no avisaste? —preguntó Carolina con un tono con un dejo de recriminación, pero sin dejar de abrazarla.
—Quería darles una sorpresa —dijo Cristian, intentando sonar convincente, así aquello no fuese del todo cierto.
Sí quería sorprender tanto a sus padres como a Carolina, pero también existía otro motivo: necesitaba prepararse antes de ver a otra persona del pasado. Una persona que, para su sorpresa, había permanecido todo este tiempo, observando junto a sus padres la escena que protagonizaba con Carolina.
Se tornó rígido al reconocer aquellos ojos marrones tan claros que le recordaban al color del dulce leche recién preparado, y aquel cabello rojo que cuando pequeños, hizo que esa persona se ganase apodos como Fosforito o Cabeza e' Fósforo.
Era Andrés, su mejor amigo durante su infancia y adolescencia. Y, también, era la persona que se casaría con su prima en menos de una semana, y con quien, además, no había intercambiado ni una palabra en años.
Ver a Andrés de manera tan inesperada causó que no supiese cómo reaccionar. En principio, se quedó inmóvil, con Carolina todavía abrazándole, la cual, al darse cuenta de la presencia de su novio, soltó a Cristian y animó a Andrés a acercarse, emocionada sin duda, por ver cómo los «pequeños terrores de la cuadra», volvían a juntarse.
—Ven a saludar al Señor Perdido que se aparece sin avisarnos —dijo Carolina, haciendo un gesto a su novio para que se acercase, el cual lo hizo, no sin dudar antes por un segundo.
—Cristian... qué bueno verte —dijo Andrés con una sonrisa que parecía alegre y sincera, pero Cristian lo conocía demasiado bien, y aquella expresión con ojos cargados de una incomodidad que pretendía disimular, no reflejaban del todo alegría.
Aunque él no podía culparle cuando se sentía igual.
—Pero qué manera de saludar es esa, chico —recriminó Carolina a Andrés—. ¿Ustedes no se le pasaban todo el tiempo juntos? Si parecían uña y mugre. ¿No le vas a dar un abrazo al menos? —Carolina empujó a Andrés hacia Cristian.
Los brazos de Andrés le rodearon con una tensión que solo él podía sentir. Y percibió el rastro del olor a gasolina que recordaba casi perennemente presente en este, producto se sus tareas en el taller mecánico de su padre. Un olor que antes le resultaba agradable y que ahora le hacía querer alejarse.
Y lo hizo.
Se apartó del abrazo, dándole a Cristian solo un par de palmadas en la espalda en apariencia afectuosas para disimular.
—Ay, pero no vamos a quedarnos plantados aquí toda la noche —dijo su madre—. Mejor vamos a comer. ¿Ya comieron? —preguntó a Carolina y a Andrés—. No importa. Igual van a comer. —Comenzó a arrearlos a todos hasta el comedor, sin que nadie dijese nada, puesto que todos sabían que si Doña Victoria te invitaba a comer lo mejor era decir que sí a menos que uno quisiese ganarse si no quería un sermón sobre el despreciar la comida.
Y, por un momento, Cristian lamentó el respeto que imponía su madre cuando se trataba de su cocina, porque tenía la certeza de que aquella noche sería la primera en la que la comida de su madre le sabría desagradable.
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Besos con sabor a menta
عاطفيةUn acontecimiento durante su adolescencia, desconocido por todos, hizo que Cristian tomase la decisión de marcharse a estudiar lejos de casa. Pero la invitación a la boda de una de las personas más queridas de su infancia y adolescencia, se convirti...