La Marmita

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A pesar de la fragilidad de su voz mientras nos contaba la historia de la Dragona de Terasil, no hubo ninguna otra señal clara de que mi madre estuviera a punto de entrar en un sueño del que no despertaría jamás.

Las enfermedades de la sangre serpenteaban por el Rabal en busca de Zuruks a los que inyectarles su veneno y constreñir a sus familias y hogares. Eran puro azar y desdicha, incurables en algunos casos si no se disponía de recursos que creciesen más allá de los muros del Rabal. Las había de todo tipo y colores, pero todas igual de mortales y crueles. La que trastocó nuestro hogar, nuestras vidas, y de una forma u otra la tuya, era única. La llamaron la Sin Nombre.

Mi hermano y yo nos habíamos levantado para ir a trabajar como hacíamos siempre, sin embargo quien no lo hizo fue nuestra madre. Su piel verde pálida, mucho más fina y delicada que la de el resto de Zuruks, estaba azulada y entumecida, rígida y tersa. Además de que se revolvía en la cama agitada, torciendo la boca queriendo gritar sin poder hacerlo. Los dos nos asustamos y tratamos de despertarla, pero fue inútil, pues seguía retorciéndose entre las sábanas como si no pudiera respirar. Estaba fría, como si en vez de sangre por sus venas corriera el agua de algún riachuelo de nieve derretida.

Mi hermano intentó calmarme mientras apretaba y zarandeaba bruscamente el cuerpo de mi madre como si quisiera exorcizarla de algún espíritu maligno.

—¡Por los dioses Erien cuidado! ¡La vas a desnucar! —exclamó, pero luego se dio cuenta de que él también estaba nervioso. Se calmó para dar ejemplo. —Estará soñando... a veces nos refugiamos en nuestros sueños para aprender a vencer nuestros miedos. Quizás hasta que no acabe de resolver lo que en su sueño ha empezado, no despertará.

Intentó sonar esperanzador y sabio, como lo habría hecho cualquier hermano mayor, hizo lo que debía hacer, pero su voz temblaba como una cuerda de seda en medio de una tormenta, y el brillo que chispeaba normalmente en sus ojos había dejado de hacerlo.

—Cuando sueñas no te enfrías ni te pones azul Kener. —le rebatí con toda la serenidad que pude reunir, a pesar de que frente a mis ojos mi madre convulsionaba como si estuviera pidiendo a gritos que sacáramos su mente del lugar en el que se había quedado atascada.

Me puso el brazo sobre el hombro, y forzó una sonrisa en un rostro gobernado por la preocupación.

—Todo irá bien. —dijo camuflado en un susurro. —Por lo menos todavía respira. Aún hay tiempo de buscar ayuda. Vístete y vete a trabajar, yo iré a buscar a alguien que sepa lo que le pasa.

—No la podemos dejar aquí sola, yo me quedo.

—No, no podemos, y es posible incluso que mientras tu estás en la fragua y yo buscando ayuda, mamá muera. —en aquel instante la fuerza con la que mantenía la sonrisa sucumbió a la preocupación y su rostro se ensombreció—¿Pero que pasará si encuentro un tratamiento, y a ti te han echado de la fragua? ¡Por dios Erien mira la pocilga en la que vivimos! —exclamó dando una vuelta sobre si mismo con los brazos abiertos. —Si no vas a trabajar ya sabes que pasará, no hay más. Madres sufriendo como la nuestra hay a patadas ahora mismo en el Rabal. ¿Y dónde están sus hijos? Trabajando—se respondió si mismo —Y te echarán, ¡bien lo sé yo! ¡Y cogerán a otro al que le importe menos su madre! Tienes buenas manos y buen coco, y estoy seguro de que los Capataces saben mejor que tu y que yo lo que vales, pero ausentarte hoy por esto... para ellos no es suficiente. —acercó su dedo índice a mi boca y me bajó el labio inferior, que escondía dos pequeñas puntas blanquecinas atravesando mis encías. —Te están empezando a salir, actúa acorde por favor. Ponerte nervioso y llorar no la va a ayudar.

Me quedé en silencio, pensando en que tenía razón. Si no iba a trabajar me echarían y con mi madre así no me lo podía permitir. Pero también pensé en que pasaría si moría y no podía despedirme.

Las Lágrimas del Zafiro [ONC '24]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora