Al contrario que el resto de noches desde que mi madre entró en Éstasis; noches de cenar en silencio y no dormir, aquella fue la más parecida a una cena de celebración. A pesar de que mi madre guardaba reposo severo, completamente inconsciente y al borde de la muerte, la sonrisa fue casi siempre protagonista en la expresión de Kener; algo que me transmitió a mi, a pesar del cansancio y el enorme nudo en el pecho que me impedía respirar. Gozamos de una cena de calidad y en abundancia, de buena bebida y compañía, pero sobre todo, aunque solo lo hiciera yo, también gocé de la seguridad que me transmitía mi hermano. Parecía que por primera vez desde la venida de la Sin Nombre, la enfermedad de mi madre, Kener lo tenía todo bajó bajo control, algo que necesitaba incluso con más urgencia que una cena de altos estándares. Saboreé con cuidado y delicadeza el jugoso costillar que habíamos hecho en el fuego de la chimenea durante varias horas. Del pan blando y esponjoso, como si estuviera hecho de nubes, y de la textura que adquiría al mezclarse con el trago de buena cerveza, suave y fresca que venía justo después del mordisco.
Recordamos sus historias, e indagamos en las que teníamos la mera sospecha de que la protagonista era ella con otros nombres y aspectos. Nuestra infancia, que a pesar de haber sucedido entre los muros del apestoso Rabal, y haber carecido de figura paterna, fue lo suficientemente buena como para recordarla con un buen trago y una sonrisa.
—¡Por mamá! —exclamó Kener levantando una jarra de cerveza en dirección al cuerpo de nuestra madre. Yo hice lo mismo. Y ella respondió con una ligera sonrisa, sonrisa que quizás me hubiera imaginado, pero que tenía el mismo valor.
5
Tras una noche sin la cual no habría podido mantener la entereza los meses venideros, nos retiramos a dormir. Tardé un rato en conseguirlo, pues a mi mente le inquietó la duda de cuando había sido la última vez que había dormido con el estómago tan lleno y caliente. Un estómago exento del meado de burro al que no nos quedaba más remedio que llamar cerveza, aunque me dormí antes de llegar a recordarlo.
Antes siquiera que saliese el Sol ya me estaba despertando para ir a trabajar a la Fragua, y mi hermano se despertó conmigo. El momento que horas atrás, bajo el efecto de la cerveza y el hambre aplacada a la fuerza, nos parecía tan lejano, había llegado. El empaquetó sus dos mochilas en silencio, hablando únicamente consigo mismo, preguntándose que llevarse y que no. Yo comprobé con un pinchacito en los dedos de mi madre que su sangre seguía siendo roja, y me preparé para ir a trabajar, también en silencio. Hasta que el momento del abrazo y el adiós, se atrevió a romperlo.
—¿Puedo confiar en que la cuidarás? —quiso saber cargándose al hombro una de las mochilas que había llenado de provisiones.
Asentí con la cabeza tratando de reprimir una lágrima.
—¿Puedo confiar en que volverás? —le respondí con otra pregunta extendiéndole la mano. La cual estrechó esbozando una sonrisa antes de salir al patio.
Kener miró al cielo, que ya empezaba a iluminarse tímidamente por el Sol. Se sacó una pequeña bolsita de tela marrón del bolsillo, que tintineó al agitarse como si estuviera llena de vidrio. Con cuidado sacó una esfera de vidrio del tamaño de un guisante, completamente pura y transparente, casi invisible, como si sus dedos índice y pulgar no estuvieran sujetando nada. Y me entregó a mi la bolsa, en la que quedaban dos iguales. Me la colocó en la palma de mi mano, y la entrecerró con las suyas, que eran mucho más grandes y duras.
—No las malgastes. Úsalas solo en caso de emergencia. —me advirtieron unos ojos serios y una voz contundente. —Te conozco lo suficientemente bien como para estar tranquilo, y a la vez preocuparme.
—No se ni para que sirven Kener. —le dije observando el fondo de la bolsa, en el que revoloteaban dos pequeñas esferas iguales que la que había sacado él, tintineando al chocarse entre ellas. Parecían frágiles, por lo que dejé de agitarla y me la guardé con cuidado en el bolsillo.
—Con esto Kerrin sabrá que lo necesitas. —dijo levantando el dedo índice a siquiera un palmo de distancia de mi cara. —Pero cuidado, no lo molestes si no es necesario. Para él es peligroso, y para ti lo es todavía más.
—¿Y para que voy a necesitar yo al humano?
—¡Oh lo necesitarás! —exclamó cogiendo distancia de mi. Se fue casi hasta la letrina, diez pasos más atrás. —Ahora mismo dependemos de él.
Volvió a mirar al cielo, que ya estaba sucumbiendo a la fuerza del Día, y apretó entre sus dedos el guisante de cristal, que chirrió al romperse. Un humo azulado se dispersó entre la sangre que brotaba de sus dedos, en los que se habían incrustado las esquirlas del vidrio punzante. Rápidamente quise acercarme a él, pero con una mirada seria, sin hacer siquiera un ademán de expresar dolor, me hizo un gesto para que mantuviera las distancias.
Al instante el cristal se desvaneció en un polvo blanquecino que se llevó la ligera brisa que ondeaba aquella madrugada, y la sangre dejó de brotar, cerrando las heridas de los cortes como si hubieran sido un simple espejismo. El polvo que a aquellas horas todavía dormía en el suelo, se alzó movido por la brisa que empezaba intensificarse.
Me quedé hipnotizado por el movimiento que hacían los grumos de tierra al danzar en el aire, que poco a poco fueron arromolinándose en una espiral que aceleraba cada vez con más intensidad. La fuerza que hacía el aire cerrándose en la espiral, empezó a atraer las pequeñas cosas hacia ella. Mis ropas se movían a su son, al igual que mi cabello cobrizo que luchaba contra aquella fuerza. En un pestañeo, la espiral desapareció, y el polvo y todo lo que flotaba en el aire cayó al suelo. Y de la nada apareció la figura de un humano junto a Kener. El instante fue fugaz, el suficiente como para ver bajo una capucha azulada unos ojos amarillentos y encendidos como si fueran dos velas titilando, y unos cabellos blancos y finos que le caían por los hombros hasta el pecho. Su piel era clara y fina, y su túnica azulada y reluciente, pulcra e impoluta, que ondeó movida por un viento ya inexistente. Con la rapidez de quien es capaz de someter el tiempo a su voluntad, colocó su mano sobre el hombro de Kener, y volteó vagamente su cabeza hacia mi, revelando una cicatriz que le cruzaba el ojo, y una expresión dura y contundente que reflejaba que lo que estaba haciendo era peligroso. Y los dos desaparecieron al instante, levantando un poco menos de polvo que antes.
Me quedé fijamente mirando aquel punto, el suficiente tiempo como para que al volver de mi ensimismamiento, el corazón me diera un vuelco. Llegaba tarde a la Fragua.