Empapé de lágrimas la tela de bayeta que recubría el pecho de mi madre. Acerqué la oreja tanto a él, con la esperanza de escuchar algún latido, que casi sentí que iba a atravesárselo. Y ni uno. Ni uno solo, ni tampoco el mínimo movimiento de su pecho tratando de coger aire para respirar. Seguía fría y rígida, mucho más que antes, que no era precisamente poco. Levanté la cabeza tratando de encontrar la suya, que reflejaba paz y sosiego. Sonreí ligeramente. Tan ligeramente que en realidad no lo hice, si no que me había imaginado haciéndolo.
—No está muerta Erien. —dijo Kener, hacia el cual desvié la vista, con la boca abierta y sin comprender lo que acababa de decir. Y luego al Zuruk viejo, que ya no estaba sentado al borde de la cama, si no de pie al lado de la mesa trasvasando frascos.
—No respira, ni tampoco late su corazón, ¿cómo puedes decir que no lo está? —gruñí con los ojos vidriosos sin soltarme de las ropas de mi madre.
—Eso es precisamente lo que la mataría, muchacho. —me informó un susurro a mis espaldas. —Su sangre está envenenada, y si su corazón latiese, el veneno se distribuiría sin control por todo su cuerpo. Está en un estado al que los alquimistas llamamos Éstasis. —zarandeó un frasco de color ámbar. —Y esto es lo que la mantiene en ese estado.
—Eso no responde a mi pregunta, señor—repuse de mala gana.
—¿Eres alquimista?
—No. —respondí seco.
—Imaginaba. Entonces quédate con que vive gracias al vívidum. —volvió a zarandear el frasco, que le entregó a mi hermano, y éste lo guardó en un cajón de la ya astillada mesita de noche.
Me sentí bien. La palabra Éstasis me era completamente nueva, pero la abracé como si fuera de la familia, pues era lo único que mantenía a mi madre entre la vida y la muerte.
—Como te iba diciendo... —el viejo zuruk cerró con un click metálico la cajita donde guardaba sus potingues, y centró su atención en mi hermano. —No puedo decir que sea fácil o difícil de tratar, y mucho menos que tenga cura, pues ninguna de las variantes de la Sangre que haya visto a lo largo de mi vida, un puñado poco despreciable de años, produjeron jamás tales efectos.
—¿Y qué pasa si el Éstasis se interrumpe? ¿La mataría el veneno? —quise saber acariciando el cabello cobrizo de mi madre.
—No es realmente veneno, muchacho. —rechistó el curandero arrepintiéndose de haber usado antes ese término. —Su corazón reduce poco a poco la temperatura de la sangre con cada latir, hasta que llega un punto, en que su sangre se congela y muere. Probablemente si tu hermano no hubiera venido a buscarme, a estas alturas ni el Éstasis habría sido una solución... —levantó su huesudo y grisáceo dedo índice. — ¡Pero ojo! Eso no quiere decir que se haya curado y despierte en un par de horas. El Éstasis solo impide que su cuerpo vuelva a funcionar, y éste acabe congelándose mientras buscáis una forma de curarla. Una forma que desde luego no encontraréis aquí, en el Arrabal.
—¿Buscáis? —repuse molesto. — ¡Aquí el curandero es usted!
—¡Oh, curandero si, tenlo por seguro muchacho! Pero para nada conviene sea asunto mío —exclamó el viejo mientras se estiraba las arrugas de su túnica y la desempolvaba. —Es sólo vuestro y de los Refúh. Yo solo me dedico a cobrar. Como comprenderás, soy viejo y también tengo mis problemas. Mantengo a vuestros familiares alejados de las Enfermedades de la Sangre, y vosotros me mantenéis a mi. A algunos puedo curarlos, y a otros no, y a los que no, soy ya demasiado viejo como para enfangarme por ellos. A lo que íbamos... —volvió a mirar a mi hermano, que se levantó de la cama y se dirigió hacia él. Alargó el brazo entre una de las estanterías y sacó una bolsita que tintineaba de forma notable.
—¿Cuántos frascos quieres? —preguntó con voz ronca el viejo extendiendo la mano como un resorte.
—Aquí hay no más de diez perlillas de plata. —respondió mi hermano colocando la bolsa en la palma de la arrugada mano que esperaba impaciente.
—¿De dónde has... —quise preguntar, pero me mandó a callar con la mirada.
El viejo se guardó la bolsita bajo la túnica, y sonrió a la vez que se quitaba algo negruzco de entre los colmillos con las uñas.
—Diez frascos pues; veinte días de Éstasis. Mañana los tendré preparados en mi carpa. Con el que te acabo de preparar, tendréis para dos días, ni uno más, ni uno menos. Así que no tardéis en venir a recogerlos.
Mi hermano asintió con la cabeza y le abrió la puerta al viejo, que cayó sobre ellos al no estar anclada a las visagras.
—¡Válgamela! —exclamó el viejo protegiéndose la cara con los brazos, pero Kener la había sujetado antes que le golpeara. —¡Me vais a matar del susto! —y después se perdió entre las arenosas y sucias calles del Rabal, encorvado y maldiciendo durante a saber cuantos metros hasta que dejamos de escuchar su voz.