Simona

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Cada una con sus obsesiones. La mía es la siguiente: estoy hasta las huevas de ser testigo de cómo las mujeres lo ceden todo por mantener a su hombre al lado. Los hombres no son más que un objeto simbólico y, créanme, se puede vivir sin tal emblema. Estoy de acuerdo en que un símbolo ha llegado a serlo por razones primigenias, de representación, y se puede insistir en su metáfora o alegoría. Sin embargo, me niego a ser cómplice. MeeltA angustia presenciar cómo las mujeres se desangran para no estar solas. ¿Quién inventó que la soledad de pareja es una tragedia? 

Primero me presentaré. Me llamo Simona: mi mamá era una devota de San Simón, no sueñen ni por un instante que tuvo un rapto de lucidez luego de leer El segundo sexo. Tengo sesenta y un años, estudié Sociología en la Universidad Católica, soy una persona de izquierdas y he pasado más de la mitad de mi vida luchando por la igualdad de derechos de la mujer, por el respeto a su diversidad. Participé de los primeros grupos que se juntaron en este país para discutir y analizar y escribir y publicar sobre el tema. Se podría decir que ése fue el verdadero nacimiento del Women's Lib en Chile, aunque alguna historiadora me lo discuta. Antes hubo movimientos de mujeres que fueron lentamente construyendo una voluntad determinada, pero nosotras fuimos las primeras en enfrentar y estudiar la teoría de género como tal. Fuimos casi unas descastadas, así nos miraban cuando introdujimos la palabra feminismo en nuestro entorno. Qué palabra fea se ha vuelto, satanizada, mal usada, manida, sobada. Se trata de algo tan básico y simple: jugarse por una vida más humana, donde cada mujer tenga el mismo espacio y los mismos derechos que un hombre. Simple, ¡qué digo!, romper un diseño milenario, cambiar las reglas del poder... ¡Una tarea titánica! No alcanzamos a salir a la calle con los sostenes en una mano y las tijeras en la otra, no fuimos tan vociferantes porque llegamos -en un país pobre como el que entonces éramos- atrasadas a la fiesta, el mundo aún no se globalizaba y nosotras aprendimos de las norteamericanas y de las europeas cuando ellas ya habían avanzado varias etapas en su propia lucha. Leímos a Betty Friedan cuando Lamística de la feminidad era un libro manoseado y subrayado mil veces en los otros continentes. Llegamos tarde y por entonces ya vivíamos en dictadura. No necesito explicar, supongo, cómo puede ser el machismo en una dictadura militar. Cuando veo a un papá joven con la guagua en brazos, dándole su comida en un parque en horas de oficina, sonrío y me dan ganas de preguntarle a su mujer al oído: dime, afortunada, ¿sabes tú por qué puedes asistir a una reunión mientras tu marido se hace cargo del niño? Pues, gracias a cada mujer que peleó antes de ti, a tu madre que fue apaleada un 8 de marzo en la calle por la policía de la dictadura, a tu abuela que apoyó a las sufragistas, a las obreras norteamericanas que se negaron a trabajar de pie en una fábrica, a Simone de Beauvoir, a Doris Lessing, a Marylin French, en fin, gracias a miles y miles.

En inglés, idioma que utilizo frecuentemente para pensar y trabajar, la palabra historia se puede diferenciar entre la personal y la colectiva: para hablar de la historia chica, dicen story; para hablar de la grande, usan la palabra history. En español story también se puede traducir como cuento. Éste es el cuento de mi vida. Nací en una familia acoma dfamiliaodada, grande y entretenida, y mi infancia fue todo lo que los personajes de Dickens habrían envidiado. Existen las infancias felices, felicísimas, y así fue la mía. Esto me convirtió en una persona más o menos confiada en el mundo y en mí misma. Sentía -sin sentirlo- que éramos los dueños del universo; del país, al menos. Mis antepasados habían intervenido en la formación de esta república y eso se transmitía de generación a generación. Creíamos fervientemente en el servicio público. Escuché hablar de política desde mi más tierna infancia y alguna vez acompañé a mi madre a alguna marcha o cierre de campaña. Desde siempre, en la mesa, a la hora de la comida, se conversaba y todos podían emitir opiniones. Esto me convirtió en una persona relativamente curiosa e informada. Y mi familia tenía la virtud de serlo, siempre que no se llegara al tema de la religión. Allí se perdía toda cordura y racionalidad y se decían verdaderas imbecilidades. Of course, estudiábamos en un colegio católico -y norteamericano, allí empezó mi hábito del inglés- y durante doce años tomé cada mañana el trolley, me gustaba su ritmo y que tuviera suspensores, un paisaje bonito de la infancia de mi generación. En el colegio éramos lo que se podría tildar de «beatas». Todas unas beatas. No hacíamos más que rezar, ir a misa, celebrarlo todo, el mes de María, la Cuaresma, en fin... Ayunábamos mucho y comulgábamos casi todos los días. Esto me quitó inteligencia, de eso estoy segura. Vivíamos saturadas de escrúpulos morales inútiles. Todas queríamos ser monjas con tal de satisfacer a ese Dios tan hambriento y exigente. La Biblia me llamaba la atención, sentía a Yahvé muy malo, ¿cómo iba a ser Dios alguien así de castigador y de egoísta? Ya en el Nuevo Testamento la figura de Cristo me aplacó los miedos que irradiaba su Padre y me confortaba el alma, linda figura aquélla. Las reglas eran infinitas. El mundo no existía fuera de nuestro entorno. Y nuestro entorno era encantador. Ninguna anteojera logra impedir que mis recuerdos sean soleados. Hacerme olvidar lo cálidas que eran las rutinas. Lo sólido de esas cocinas grandes. Las nanas maravillosas que nos contaban cuentos (y nos manducaban de lo lindo). La protección que emanaba de la sola voz de mi padre. Sin embargo, lo ignoraba todo del mundo real. (Lo que me lleva a preguntarme: mis hijas, que nada ignoran, ¿serán más felices?) Nunca conocí a alguien de mi edad que estudiara en un colegio público, no es sólo que no tuviera amigas de un liceo, no, es que apenas sabía de la existencia de la educación pública. Todas las referencias y actividades tenían que ver con lo que nos rodeaba a nosotras. Lo inaudito era que había mundos ahí, cerquita, a mi lado, en la misma ciudad, paralelos al mío, que respiraban el mismo aire y sin embargo yo no sabía, no los veía. Los signos exteriores se respetaban muchísimo, como si cada padre le hubiese dicho a cada hijo: no te perteneces a ti solo, no lo olvides. El vestuario y el lenguaje eran buenos ejemplos. Siempre, siempre íbamos bien vestidas. Entonces las mujeres no solían llevar pantalón, usábamos medias transparentes que se enganchaban a las pinzas de un calzón -una especie de faja, nada sexy- y luego llegaron, para nuestro alivio, las panties. Nunca he podido, de adulta, usar las medias transparentes, como si ellas fueran culpables de la ñoñería y de la falta de imaginación. Nos vestían de viejas a los quince años, con vestidos de seda o shantung y polleras ajustadas, llenas de pinzas, con trajes de dos piezas de tweed, con tacón alto, zapatos reina y pelos escarmenados. Cuando veo a mis hijas ponerse dos trapos y despeinarse para ir a una fietroir a unsta, me pregunto por qué nací en un tiempo tan equivocado (nunca sé bien cuándo andan con pijama o cuándo están vestidas, se ven iguales). Yo tuve mis primeros jeans cuando estudiaba el segundo año de universidad. No volveré a contar cómo era Chile entonces: éramos un país pobre donde incluso algunos de los más ricos vivían con sencillez. Y el lenguaje: maldito y bendito a la vez, el que nunca descansa, el que desenmascara todo, el que te sitúa en un espacio de mundo, el que te da identidad. También el que te hace mostrar la hilacha. Como en todo lo demás, nuestra forma de hablar era rígida, muy rígida. Mirando hacia atrás, comprendo que nuestro vocabulario terminaba por ser pobre, eran demasiadas las palabras omitidas por causar sospecha de alguna índole y nos dejaban cosas sin nombrar. Por ejemplo: la palabra ambo entraba en la categoría de lo no decible, pero el día que necesitabas hablar de un traje de hombre que definiera que la chaqueta era distinta al pantalón pero que combinaban, no tenías palabra. Recuerdo la primera vez que un novio mío la usó delante de mí, yo ya llevaba años alejada de mi background y de sus prejuicios; sin embargo, recuerdo haberme helado. Yo venía saliendo de la cama con él, ¿había tenido ese nivel de intimidad con una persona que hablaba de los ambos? (Cuando le pedí, amablemente, que no volviera a decirla, me dio una lección sobre la pobreza del léxico de mi franja social, sobre nuestra incultura y bla, bla, bla, ¡qué huevón con tan poco sentido del humor!) Los garabatos no existían. A veces oí alguno en boca de mis hermanos, peleando entre ellos, pero jamás delante de nuestros padres. Tampoco en el colegio, era un colegio de niñas, impensable. Ni mi padre ni mi madre dijeron nunca algo inconveniente frente a nosotros, e igual el resto de la familia extendida. Me faltó la tía excéntrica que todo el mundo tiene, suelta de lengua y cagada en la leche. Entonces, cuando entré a la universidad y empecé a oír los garabatos, tuve que tragar saliva veinte veces y morderme la lengua para que nadie se diera cuenta del horror que me causaban. Cuando una compañera mía se refirió al pene como «el pico» casi me desmayé. Jamás pensé que aquélla llegaría a ser, algún día, una de las palabras preferidas de mi lenguaje cotidiano. (Cara de pico, el día del pico, me importa un pico, etcétera, me encanta... ¡Es perfecta para apuntar a lo que dice!) Una anécdota para cerrar este tema: un día iba yo con mi madre por la calle Providencia, andábamos de shopping y ella manejaba su camioneta Volvo. Para ese entonces yo cursaba tercer año de Sociología, por lo tanto tendría unos veinte años. De repente, un taxista nos chocó por detrás, provocándonos un feroz susto con el ruido de las latas y la frenada que se pegó mi mamá. Yo fui lanzada hacia delante, me golpeé en la frente con la guantera, y en ese momento -vivía ya la esquizofrenia de ser una persona en casa y otra en la universidad- grité ¡chuchas! No me van a creer: mi madre, en medio del choque, en vez de bajarse a pelear con el taxista y a mirar el daño, se inclinó sobre mi asiento, abrió la puerta lateral, la mía, y me dijo muy seria: bájese. Nada que tuviera relación con el sexo o con las necesidades del cuerpo tenía nombre. Tampoco, of course, los diferentes aparatos genitales. Éramos tan impecables. 

Diez Mujeres - Marcela Serrano. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora