Francisca (Parte I)

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Odio a mi madre. O me odio a mí misma, no sé. Supongo que es ésa la razón por la que estoy aquí. El odio cansa. Acostumbrarse a él no resuelve nada. O mejor dicho: una nunca se acostumbra. No sé por qué Natasha me ha pedido a mí que sea la primera, me da bastante pudor empezar. Quizás por ser la paciente más antigua. ¡Nadie lleva más años de terapia que yo! Además, ustedes me producen una enorme curiosidad. Digámoslo sin rodeos: aquí los celos vuelan. Todas debemos estar bastante celosas unas de las otras. Observé cómo nos mirábamos al subir a la camioneta, la tirantez con que nos saludamos, como si fuésemos campeonas olímpicas que vienen por la medalla de oro y cada una que cruza esa línea de la entrada es tu competencia. Quizás exagero, no me hagan caso. La terapia tiene esa cosa feroz: el terapeuta es único para una, pero no al revés. ¡Qué injusticia! Es la relación más desigual imaginable. Quisiera pensar que a nadie quiere más Natasha que a mí, que nadie la divierte como yo, que a nadie le tiene tanta pena y compasión, que con nadie se implica como conmigo. Después de todo, el total de intimidad que soy capaz de abordar está en sus manos y mi fantasía sería que ella recibiese sólo la mía. ¿Cómo soportar que también reciba la de todas ustedes? ¿A cada una la hace sentirse tan querida y valorada como a mí? ¿A cada una le inventa ese espacio tibio, ese refugio antibalas en su consulta? ¿Realmente tiene ella espacio interno para querernos a todas? Un día leí en un diario español: «Detenidos por abandonar a su hija en su cochecito por irse de copas». Ése era el titular. Más abajo explicaba que el hijo de doce años de una pareja de Lleida llamó a la policía porque sus padres regresaron ebrios a casa y sin su hermana. Esa noticia me hizo reaccionar y venir donde Natasha. Hasta entonces siempre había pensado para qué cambiar, para qué mover las cosas si se puede vivir paralizada. Estaba convencida de que un corazón helado era una gran virtud. Cuando llegué donde Natasha yo sabía que mi terapia era de vida o muerte: debía cortar de raíz la línea materna, detener la repetición. Entiéndanme, no es un problema de genes o de ADN, es un tema de traspaso en la crianza. Todo estaba confabulado para que yo misma fuera perversa, una abusadora o una maltratadora. Sin saberlo, acudí a una enorme energía interna, me casé y tuve hijos, luchando cada día por ello, cada día. A veces me pregunto de dónde saqué esa energía. ¿De mi padre? ¿De Dios, a quien amo y le rezo a pesar de todo? ¿De la gracia de mi hermano Nicolás, que me dictaba desde algún lugar mis propios peligros? Creo que fue el instinto, el puro instinto. Yo no tenía una imagen interna de cómo era una familia normal. La verdad es que soy un milagro. Qué desnuda estaba cuando llegué donde Natasha. 

Me llamo Francisca -hasta mi nombre es corriente, ¿cuántas Franciscas conoce cada una de ustedes?-, recién cumplí los cuarenta y dos, complicada etapa. Se es joven pero ya no tanto, no se es vieja todavía pero un poquito, ni chicha ni limonada, pura transición de una cosa a la otra, puro comienzo de deterioros. A veces me dan ganas de haber envejecido ya, de ser una anciana que ha resuelto todas sus expectativas. Trabajo en una agencia inmobiliaria de la cual soy socia y me va bastante bien. Eso sí, trabajo mucho, pero mucho. Hice el camino clásico, partí como asistente de un arquitecto importante hasta convertirme en su mano derecha y terminar siendo insustituible. Tenemos una oficina en Providencia con un personal de catorce fijos y bastante movimiento. Yo también soy arquitecta y el espacio es mi gran pasión. Me casé con Vicente, constructor civil, tenemos tres hijas, qué maldición, puras mujeres. En ese rubro también me va bastante bien. Todo el mundo dice que mi marido es un hombre difícil y probablemente sea cierto, pero yo me avengo de maravillas con él. Y aunque parezca raro, lo quiero y le soy fiel. La parálisis es uno de mis estados frecuentes. Llamo parálisis a la vida diaria: levantarse cada mañana temprano, dejar a las niñitas en el colegio, pasar por el gimnasio y hacer tres cuartos de hora de pilates, ir a la oficina, aplicar la lucidez en la discusión con el abogado de la empresa, revisar las tareas de todo el personal, chequear la administración de varios edificios de los que nos hacemos cargo, pelear con la nueva encargada de ventas que me cae mal, almorzar -ojalá con una amiga y no comerse un sándwich apurada-, usar un par de neuronas frente al computador, otro par con los clientes, visitar algún departamento casi siempre feo, entrar en agonía con aquellas verdaderas cajas de fósforos sin imaginación que construyen hoy disimuladas bajo palabras foráneas y grandilocuentes va dilocuecomo walk-in closet, loggia, home office, en los buenos días firmar algún contrato, volver a casa habiéndome torturado con el tráfico de mierda de Santiago, conversar un rato con mi marido, revisar las tareas de las niñas, calentar algo para la comida, algo fácil y rápido, ver las noticias, putear un poco frente a tal o cual declaración, tratar de entender bien la sección económica, en fin... abrazar a mis hijas, darles muchos besos, y meterme a la cama. Sexo algunos días, aunque ojalá cuando no deba levantarme tan temprano. Y, bueno, reconozco que no siempre es la pasión desatada, a veces hago el amor con harta flojera, pero lo hago. ¿Cuántas mujeres tienen esa misma rutina? Miles de miles alrededor del globo. Todas las minas de cuarenta años con sus viditas a cuestas, en el fondo insignificantes e inofensivas, unas un poco más inteligentes, otras más amables, otras más ambiciosas, otras más divertidas, pero al final, todas iguales. Inmersas en una lucha feroz por ser distinguidas como seres especiales, legítimamente combativas para marcar la diferencia. Todas bastante exhaustas. Se puede hacer un patrón acertadísimo con ellas. Una piensa que si vio a una las vio a todas. Algunos días no tienes tema con el marido, las historias de tus hijos te aburren y sueñas que te metes a la cama con George Clooney. Otros, sencillamente no sientes nada de nada. Lo haces todo, lo mejor que puedes, pero siempre en automático. Y si te atropellan al cruzar la calle quizá ni te enteres. No sufres, eres una pieza de hielo. Cuando esos días aumentan, yo los llamo formalmente «Los Días de la Parálisis», aunque, créanme, tardo su buen poco en darme cuenta de que estoy metida en ellos porque la propia inmovilidad me ciega. 

Déjenme contarles. Un día mi marido me acusó de ser fría. Pobrecito, ¡lo que demoró en enterarse! Lo contradije, para tranquilizarlo. Nunca me pregunté si era fría o no, tampoco me preocupaba una definición al respecto. Sólo sabía de esos estados de absoluta indiferencia en los que entraba. Pero también conozco los otros estados: los de apasionamiento, los de indignación. ¡Como todo el mundo! Y me apego a lo mío, y muero de amor y agradecimiento y masoquismo cuando no me encuentro paralizada. Puedo ilustrárselos. Existen dos machos en mi vida, no más. Mi marido y mi gato. He llegado a la conclusión de que ambos responden al mismo molde y de que hay algo insano en mi manera de amarlos. Mi gato es un antipático. Es enorme, guatón, con rayas rojas y amarillas (lo llamo «mi tigre», aunque mis hijas se burlen). No me cabe duda de que me ama, pero siempre se está escapando, como si fuera de casa encontrara todo mejor. Me cuesta mucho retenerlo, me indigna que viva la mejor de las vidas a costa mía: es dueño de una casa con comida, afecto y calor y además tiene toda la cuadra para andar por los techos y pelear. Es un peleador nato. Siempre llega herido, con arañazos, sangre o con menos pelo. Yo lo cuido más que a mí misma, le pongo bioalcohol, lo llevo al veterinario por cualquier cosa. Todas las noches me paro en la mitad de la calle y empiezo a llamarlo, algunas veces a una hora bastante avanzada, en pijama y mis hijas juran no conocerme. No puedo dormirme si no llega y me levanto mil veces hasta sujetarlo en mis brazos. Alguno dirá que amar a este gato egaa este es inútil, pero se equivoca: una vez que se entrega, es el gato más dulce del mundo. Lo primero y más sorprendente de él es que cuando yo lo llamo, me responde. Sólo me responde a mí, a nadie más. Siempre me contesta, por eso siempre termino encontrándolo. Pongámoslo así: si no fuese por esta particularidad suya -porque nadie me discutirá que es una particularidad-, ya se habría perdido hace tiempo. Es mi tenacidad sumada a su singular conducta lo que ha permitido que llevemos casi ocho años juntos. Duerme conmigo y en la mitad de la noche levanta una mano -las usa como si fueran humanas- y me hace cariño en la mejilla. Cuando tengo frío, lo aprieto contra mí y él se deja, con absoluta docilidad. También es cobarde: afuera, en la calle, es un matón, pero en la casa escucha un ruido ajeno a lo cotidiano y de inmediato corre a esconderse. Si cuando suena el timbre la voz en la puerta es masculina, se aterra y se mete debajo de la colcha de mi cama. Por supuesto, más de una vez alguna de las niñitas se ha sentado encima de él porque se tiró sobre mi cama y no lo vio. En buenas cuentas, es un fóbico, dar la cara a los hombres le horroriza. Además, es arrogante. La situación más típica sería la siguiente: ha partido en la mañana a sus correrías diarias y no llega hasta la madrugada. Yo me he vuelto loca buscándolo y estoy desesperada pensando que lo atropelló un auto a diez cuadras de la casa, cuando él aparece, tan campante, me mira fijo con profunda indiferencia y si pudiera hablar me diría, sin un asomo de arrepentimiento: tú tienes la culpa de todo. Bueno, cuando me preguntan por qué, de todos los gatos que pueblan el universo, he elegido al que más me hace sufrir, yo respondo: es que, créanme, vale la pena. Me quiere. Exactamente lo que diría de Vicente.

Diez Mujeres - Marcela Serrano. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora