Juana

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Un año atrás habría comenzado diciendo: ¡qué buena es la vida! Y lo era, ¡claro que lo era! Tantas cosas buenas, desde un orgasmo largo hasta un vaso de mote con huesillo heladito en el verano. Pero hace un año, por la Susy, todo cambió. Ya no soy la Juani de antes -porque Juana es mi nombre- y yo quiero traerla de vuelta. Mis males no son míos, pero me matan igual. Me pregunto cómo es posible que el dolor apriete así cuando ninguno de sus nudos los he hecho yo. Si una la caga, bien, paga las consecuencias. Pero hay males que aparecen sin que una mueva un dedo. Todo el mundo sufre, ¿quién no, por la puta?, entonces debiera existir una receta de cómo coño se recobra la alegría a pesar de las penas. Aunque quizás me vea más vieja, porque estoy tan cansada, tengo treinta y siete años. Soy depiladora, trabajo en un salón de belleza, así le gusta a Adolfo que lo llamemos, salón de belleza, no peluquería, en el barrio alto, en Vitacura, cerca de Lo Castillo. Se me considera buena en mi oficio y tengo clientas fieles. Soy soltera, qué huevada, harto que me gustaría tener un hombre, no sé si de marido, pero sí de compañero de vida. Y de cama. A los dieciocho años parí a mi Susy, hace una eternidad, y ella es mi joya. Fui madre soltera. Como mi madre, que nunca llegó a casarse. Tuvo una pareja que no fue mi papá, convivieron y todo, pero él la trataba mal, el concha de su madre, la trataba como el culo. Desde muy chica aprendí a defenderla y lo hago hasta el día de hoy, ya no de los hombres, ahora de la enfermedad. Fui hija única. Nací en la calle Viel, entre Rondizzoni y avenida Matta, al costado oriente del parque O'Higgins. Era un barrio amable y tranquilo, la casa -propiedad de mi abuelo- era de material, bien sólida y yo pensaba que iba a el durar pa siempre. El almacén de la esquina nos fiaba, la vecina entraba y salía como Pedro por su casa, yo caminaba al colegio, andaba tranquila por todos lados, jugaba con los demás cabros del barrio, pasaban pocos autos y en tiempos de calor las mujeres estaban todo el día afuera. Las noches eran calladitas. Mi abuela era una vieja mandona y seca pero cariñosa a su modo. Sus manos eran como dos cacerolas de fierro enlozado, siempre duras y ocupadas. Me enseñó hartas cosas, gracias a ella cocino bien, coso, tejo y arreglo enchufes. Del abuelo no tengo mucho recuerdo, murió cuando yo era chica. Resulta que un día decidieron hacer una carretera. Ahí, mierda, justo frente a la casa. Cuando nos avisaron algunos se alegraron, pensaron que la calle iba a ser más importante, hasta hicieron planes de poner pequeños negocios ahora que habría tránsito. Pero no, ¡qué negocio ni qué perro muerto! Nos cagaron. Cemento, cemento y más cemento. Y se llenó de obreros, de máquinas, de ruido. Resultado: el Metro y la Norte Sur. Nos aislaron del resto de la ciudad, quedó una calle enorme, llena de rejas, con vacíos por todos lados y autos pasando a toda velocidad. No se podían detener en nuestra calle, les servía nomás pa entrar como cuetes al centro de la ciudad, como cuetes los huevones, a todo chancho. El bullicio no nos dejaba vivir. Se acabó todo, la privacidad, la intimidad, quedamos en vitrina. Y pasamos a sentirnos solos. Eso es el progreso, dirán. Pero nadie me negará que el puto progreso se hace a costa de la gente común y corriente, a costa de una cabra chica mirando cada día cómo su infancia se destruye, ante sus propios ojos cambia el paisaje que una creía eterno. Tuvimos que irnos de ahí, chao. Me acuerdo de las discusiones, mi mamá y mi abuela -ya había muerto el abuelo- que adónde ir, a cuál barrio, que los subsidios, que si casa o departamento, en fin... Terminamos en Maipú. Fuimos pioneras, entonces no había las miles de poblaciones que hay hoy día, ni los supermalls, ni la cantidad de autos, eso vino después. La Susy nació en Maipú y cuando yo le mostraba mi antiguo barrio no me creía que alguna vez habíamos vivido ahí en paz. 

Las casas importan mucho. Dime cómo es tu casa y te diré quién eres. El mundo de una está ahí. Es lo que te cubre, como las plumas de un pájaro. Me gustaría ser rica nada más que para tener una casa bien linda. Uno de esos departamentos elegantosos que hay cerca de la peluquería donde trabajo: tienen portero las veinticuatro horas, no pasan miedo, son calentitos en invierno y bien aireados en verano, con terrazas desde donde tocas las copas de los árboles. Las piezas son luminosas y grandes, especialmente en las construcciones más antiguas, las que ya tienen veinte o treinta años. No es que me queje, pero me habría gustado que nuestra casa en Maipú tuviera las paredes un poco más gruesas, más aislante, techos un poco más altos, más luz, y un poquitín más de metros cuadrados. Cuando estoy corta de plata hago depilación a domicilio y me toca visitar esas casas y las miro y me gustan tanto y me digo: por la mierda, algún día compraré una casa linda pa mi vieja y pa la Susy y estaremos las tres bien requete cómodas y cada una con su propio dormitorio. Nosotras tenemos dos nomás, uno es de mi mamá y el otro de la Susy y yo me cambio de uno a otro según la necesidad o las circunstancias. Soy bien trabajadora, no le hago asco a nada. Aprendí a depilar cuando estaba todavía en el liceo. Me gustaba más que nada hacer la manicura, pero en general me cuesta concentrarme o, mejor dicho, no se me dan bien las cosas que requieren motricidad fina, como que me impaciento y las hago mal y me dan ganas de mandar todo a la chucha. Una vecina mía tenía una peluquería clandestina en su casa - digo clandestina porque no pagaba impuestos ni tenía permisos, trabajaba pa la gente del barrio nomás- y muchas veces me iba donde ella después del colegio y la ayudaba, me gustaba hacerle de asistente. Mi vieja me decía: mejor quédese en la casa, mijita, estudie, mi abuela la contradecía, que se haga un oficio la niña, mejor que sepa hacer algo bien a que ande estudiando, igual va a tener que trabajar. Aprendí a hacer de todo, corte de pelo, tintura, uñas en manos y pies, depilación. Practicaba con mi familia y mis amigas, a veces -al principio- las quemaba y las pobres ni chistaban. Creo que mi vieja tuvo la ilusión de que yo siguiera estudiando, algo técnico, que fuera la primera en la familia en tener estudios superiores, pero yo era porra, porra, putas que me cargaba estudiar, lo único que quería era terminar de una vez la maldita educación media y chao, mierda, ¡a trabajar! La Hormiga, me llamaba la abuela, trabajadora sin descanso. Y aunque lo diga yo, con bastante alegría. Alegre, pero con una gran debilidad: los hombres. Porque putas que me gustaban los hombres. Desde siempre y hasta ahora. Salí del colegio y la misma noche de graduación me encamé con uno de los músicos de la orquesta. Al mes empecé a sentirme mal, pleno verano, muerta de calor y con náuseas. Me fui a la farmacia y me compré el test de embarazo. Me encerré en el único baño de la casa. Ya, puh, Juana, apúrate, me gritaba la abuela desde la puerta. Y yo, esperando el puto resultado (que hoy día se demora casi un segundo). Ante mis ojos: positivo. ¡Chuchas! Positivo. Ya estudiar era imposible. Tanta cabra joven que las caga con el embarazo, ¡tanta! La Katy - con K como le gusta a ella, nunca con C-, mi amiga más amiga, cada vez que llego al salón de belleza bajoneada, me mira y me dice: ya llegaste con cara de poto. Sí, le digo yo, qué creís, que siempre voy a andar con la sonrisa en la cara. Es que ya se acostumbraron. Entonces, cuando las clientas y Adolfo -ése es mi jefe- se han ido, la Katy me lava el pelo y me hace brushing pa levantarme el ánimo y la Jennifer hace un té y nos quedamos en la conversa y vamos fumando y les cuento mis penas y salgo de ahí tan reconfortada. No sé cómo habría sido este tiempo malo sin ellas. Y también los buenos. Las mujeres entre mujeres saben no sentirse solas. Los hombres entre hombres, sí. 

Diez Mujeres - Marcela Serrano. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora