Luisa

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Mi nombre es Luisa. Vengo del sur. Deun pueblo atravesado por el río Itata en laprovincia de Ñuble. Yo puro quiero hablar deél, el Carlos. Me crié en el campo, soy hija decampesinos y si no fuera por el Carlos, mehabría quedado allá. Mi padre era inquilino enun fundo. Tuve muchos hermanos, algunos nosobrevivieron, somos cinco al día de hoy. Enesos tiempos los cabros chicos se morían en elcampo, al nacer. Ni una mujer se quedaba conlos mismos que había parido. Y nadie sabíaleer ni escribir. Las cosas han cambiadomucho. Bueno, han pasado tantos años. Yasoy vieja, cumplí sesenta y siete. Vivíamos enla punta del mundo pero nadie en su sanojuicio quería vivir en el centro, con todo loque pasaba allá. Fui a la escuela pero noaprendí mucho, en el invierno no se podíallegar con el barro y la lluvia y el profe faltabaharto, nos ponían a todos en una misma salade clases, había dos, nomás, y teníamosdistintas edades pero nos enseñaban lo mismo.(Un día el patrón le preguntó al Ernani, así sellamaba uno de los campesinos que trabajabancon mi papá, si su nombre se escribía conhache. No, le contestó el Ernani, la hache espa los ricos, ¿pa qué nos va a servir a nosotrosla hache?) Dejé la escuela pa trabajar, leayudaba a la vieja en la huerta y a mi papácon los animales. Puras vacas, vacas ynovillos. Unos pocos caballos, todos delpatrón menos el Tai, ése era de mi papá,negro y lindo el Tai, y muchos matapiojos,coliguachos, tábanos, se acostumbraron a mílueguito y no me picaban. Las culebras alláeran flacas y no muy largas y no hacían nada.Tampoco las arañas peludas, siempre lashallábamos en el campo, hacían unos hoyitosen la tierra y se metían adentro y mishermanos las arrancaban de sus escondites ylas juntaban en unos frascos, eran muy feaspero no hacían nada, igual que las culebras.No era peligroso el campo. Lo que más megustaba era sentir el viento norte. Ponía lacara para que me hiciera cariño. Lo esperabay lo esperaba, cuando llegaba parecía que mevisitaba a mí. Cuando se iba, las hojas de losárboles quedaban lustradas por la lluvia. Lacasa se construyó junto a un estero. Un par deveces nos caímos pero no era hondo el estero.El agua era limpiecita. Ahí en la casa siemprehabía muchos perros. Nadie sabía de dóndevenían ni adónde iban cuando partían, a vecesla vieja se quejaba, que no tenía qué darles decomer. Puros quiltros. Mis favoritos eran elNiño y el Batalla. El primero era chico y caféclaro, como un batido de huevos de campocon galleta de champaña, y tenía las orejas ylas patas corta Fm" wimero era cs. El pelo delBatalla, en cambio, era largo, con pedazoscastaños y otros naranja, hasta llegaba aparecer fino. Porque era alto, también. Latomó conmigo el Batalla y no me dejaba ni asol ni a sombra, ¡puchas que me quería! Legustaba revolcarse en la tierra, se revolcaba yse revolcaba estirando las patas en redondo, seconvertía en una bola de fuego con susmechas naranjas, girando, como si fuera unperro ocioso, y yo lo miraba, muerta de ganasde revolcarme yo también. Muchas vecespensaba que me gustaría ser perro, al menosel Niño y el Batalla lo pasaban mejor quenosotros. A veces yo me escapaba con él alpotrero y nos íbamos a jugar a las galegasescondiéndonos debajo de los juncos. Si mipapá me pillaba, al tiro sacaba la correa parapegarme pero el Batalla empezaba a gruñir yal viejo le daba un poco de susto que lomordiera, así que se iba, poniéndose de vueltael cinturón y gritando que, si no volvía atrabajar, a la próxima sí que me agarraba. Lagracia que tenía el Batalla, y por eso mi viejalo quería, es que cazaba ratones. ¡Era un lincepa los ratones! El problema era cuando ya lostenía apretados en el hocico, me los llevaba amí, de regalo. A mí nunca me gustaron losratones, me daban asco, eran grandes ygordos los que había en el campo y el Batalla,dale con entregármelos. Y después, melengüeteaba la cara y los brazos, con la mismalengua que chupaba a los ratones. Cuando semurió el Batalla me tendí debajo del castaño yme hice la muerta también yo. Lo más bonitoque tenía nuestra casa era un castaño, viejo,frondoso y grande el árbol. Hacíamos tododebajo del castaño, más que ná en verano. Laartesa estaba ahí y lavábamos la ropa ydesgranábamos los porotos y el choclosentadas debajo de sus ramas. Entonces,cuando murió el Batalla, ahí me quedé, conlos ojos cerrados por tres días. Ni memandaron a trabajar, nadie se atrevió ahablarme. Al cuarto día llegó mi mamá y medijo: ya, Luisa, el Batalla está en otro mundo,no va a volver. Y yo abrí los ojos, me levantéy me puse a lavar la ropa con ella. Así era lamuerte. Uno de mis árboles preferidos era elmaqui. Es un árbol silvestre que está por todoslados en los campos de Ñuble. Es flaco y deramas largas con hojas tupidas. Su fruto sonunas redondelitas chicas negras azulosas quetiñen la boca y las manos, tiñen todo. El sabores dulce, rico el maqui. Qué nos gustaba conmis hermanos llegar a la casa todos cochinos,todos azules y la vieja dale con retarnos. Losdientes, carbonizados parecían, pero concarbón no tan negro, siempre un poco azul.No sacábamos ná con lavarnos, quedábamosteñidos un buen rato. Tu delantal estampadode maqui.Lo mejor de todo allá en el campo era lacasa del patrón. Misteriosa la hallábamos,porque era la única casa grande. Teníamosprohibido ir a meternos ahí. Estaba requetecerca de la de nosotros así que partíamos conmis hermanos a una loma arriba del establodonde guardaban las monturas y espiábamos.A veces mi papá tenía que ir allá a cortar elpasto, nunca vi de chica otro pasto que secortara, era el único, y me dejabaacompañarlo. Me gustaba el olor que salía delpasto cortado, era el mejor olor del campo,me gustaba tanto, casi más que el del pancaliente o el de las sábanas recién planchadas.Cuentan que yo decía que de grande queríaser jardinera. Raro, ¡tanta mujer metida entanta cosa y no he visto todavía una que seajardinera! Cuando tenía como diez añosconstruyeron una iglesia en el pueblo, modestala iglesia pero fue la gran novedad, una vez alas mil llegaba un cura, daba misa y bautizabay casaba y todos hacían la primera comunión.Se ponía al día con todo el mundo, el cura, ydecía que venía pa salvarnos, pa que nosiguiéramos viviendo en pecado. Era relinda laiglesia, me gustaba ir. Al Carlos no le gustabanlos curas. Un día me dijo: Luisa, ¿sabís?, elinfierno no existe. Cómo no va a existir elinfierno, Carlos, no digái eso, le contesté, y élme dijo que la Iglesia Católica lo habíainventado para que los pobres se quedarantranquilos, para que pensaran que hay cosaspeores que esta vida. Le dije: ay, Carlos, miraque Dios te va a castigar por decir esas cosas,y me contestó: ya estoy castigado, Luisa,tengo el castigo encima desde que nací. Asíhablaba el Carlos y yo lo retaba pero megustaba escucharlo, era tan independiente.Como que no le importaba lo que le habíanenseñado de chico. Pienso qué habría dicho elCarlos hoy día con la cosa esta de lospedófilos, tan comecuras que era, habríadespotricado el Carlos, claro que habríadespotricado. A los quince años me mandarona trabajar a Chillán. Una hermana habíapartido antes y ella me consiguió la pega.Puertas adentro, haciendo aseo y a cargo deunos cabros chicos. No me hallé y regresé alcampo. Pero mi papá me mandó de vuelta ytuve que apechugar. Los dueños de la casa noeran malas personas, tampoco eran muy ricos,la casa era más o menos nomás. Los cabrosestaban bien educados y no daban muchoproblema pero yo andaba siempre hambreada,mantenían todo con llave, la señora abría ladespensa una vez al día. No habíarefrigeradores en esos tiempos, por lo menosno en Chillán, y las cosas frescas secompraban todos los días en el almacén dondehabía una cuenta, yo no manejaba plata,nunca. Me acuerdo siempre del manojo dellaves de la señora, andaba con él pa todoslados, qué tanto cuida, pensaba yo, en elcampo ni conocíamos las llaves. Trabajécomo un año en esa casa y volví pa'l veranoal campo. Me gustaba estar en mi propiohogar, aunque no me dejaban flojear, memandaban siempre al potrero pero igual jugabacon los perros y me subía a los árboles ycomía las peras y las manzanas que eran biendesabridas aunque a mí me gustaban porqueno conocía otras. También comía guindas,había un bosque de guindos que nadie habíaplantado, dice mi papá que salieron solos, eranácidas y paliduchas, no sabía que existían lascerezas, ésas las probé mucho después. Meacuerdo siempre del boldo en la orilla delestanque, me escondía arriba entre las ramasdel boldo, las hojas eran tan verdes, elegantes,tan oscuras y gruesas y miraba pa'bajo, alagua del estanque, y pensaba y soñaba quealgún día tendría una casa como la de laseñora de Chillán y que sería todita mía.Entonces llegó un día la patrona, la mujer deldueño del fundo. ¿La Luisa está ya en edad detrabajar?, le preguntó a mi mamá. ¡Cómo no,si es grande! Eso le contestó la vieja. Yo teníadieciséis. Me llevaron a las casas ese verano,para probarme. Si resultaba, podía irmedespués a la capital. Cuando hablaban deSantiago yo me imaginaba un cuadradogrande, enorme, con puras casas blancas,todas iguales, de dos pisos, con una puerta alcentro y dos ventanas arriba, miles de casitasblancas. Todos en el campo querían llegar a lacapital, como a la tierra prometida, decíadespués el Carlos. Pa las mujeres era másdifícil, o te llevaba la patrona o nada, loshombres hacían el servicio militar y asípartían, nosotras no. Todos en el fundo memiraban con envidia, las mujeres más que ná.Mi entendimiento no era pobre, sabía que estoera un privilegio, pero todavía no conocía esapalabra. Y tanto que la escuché después,cuando el Carlos dale con hablar en lasasambleas del privilegio de los ricos y en lacasa me lo repetía y me lo repetía. Bueno,pasé la prueba en la casa del patrón eseverano y partí a Santiago. Mansa ciudad, medecía yo cuando veía esas calles anchas ytanto auto, Santo Dios, me espantaba unpoco... No me atrevía a salir sola, algunosdomingos me la pasaba encerrá en mi piezaporque no tenía con quién salir hasta que unhermano mío, uno que hacía tiempo habíadejado el campo para hacer el servicio militar,se fue a vivir a la capital y me enseñó a irme asu casa, allá en la población Lo Valledor.Entonces me sentí acompañá. Fue en su casaque me pasó lo más importante: conocí alCarlos.

Diez Mujeres - Marcela Serrano. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora