Nos conocimos en la primaria, en aquellos pasillos llenos de risas y juegos infantiles. Yo sabía poco de ti, éramos como dos barcos pasando en la noche, sin apenas intercambiar palabras. Pero nuestros amigos en común, como hilos invisibles, nos unieron. En aquel entonces, éramos apenas unos niños, de 11 o 12 años, explorando el mundo con ojos llenos de curiosidad.
Fue frente a mi casa donde te declaraste, bajo la sombra de un viejo árbol, tus palabras resonando en el silencio de la tarde. Acepté, porque algo en ti me atraía irremediablemente. Entre nuestros amigos, eras conocido por tu inocencia, por esa sensibilidad emocional que te hacía único.
Pasaron las semanas y te observaba desde lejos, viéndote jugar al fútbol con tus amigos mientras nosotras, las chicas, los animábamos desde el borde del campo. Pero la felicidad es efímera, y pronto mi padre descubrió nuestro secreto. No tuve más remedio que confesarle sobre nuestra relación, y su desaprobación me obligó a terminar contigo...
Después de eso, desapareciste de mi vida. Pasaron los años como un sueño borroso hasta que un día, en un colectivo abarrotado, te volví a encontrar. Mi sorpresa fue grande, pero mi memoria parecía haber borrado nuestro pasado. Me senté en el asiento de atrás, observándote en silencio. Pero entonces te levantaste y te acercaste a mí, y al verte de cerca, todo volvió a mí como una ola.
Tu rostro, aún tan bello como lo recordaba, me enamoró de nuevo. Tu sonrisa, tan sincera y encantadora, me cautivó. Y tus ojos, de ese marrón claro que siempre me había vuelto loca, me recordaron todo lo que habíamos vivido...