Prólogo

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Judith Beltrán perdió la cabeza. No se sabe ni por qué ni como, pero lo cierto es que, desgraciadamente, ella se estaba volviendo loca. Esa es la razón por la que todos la abandonaron; ya no tenía amigos, ni una sola. Se le podría preguntar a cualquiera de los muchachos del colegio y todos responderían que ella era ese tipo de personas que terminan alejándote inconscientemente.
Estaba metida en muchos líos, eso es seguro. Esa es justamente la razón por la que nadie la quería cerca.
Hace dos días atrás, el día miércoles, Judith llegó a la oficina del Profeta y pidió hablar con él en privado. Le dijo que era un asunto personal y que necesitaba urgentemente de su consejo. Pero sucedió algo terrible: la chica Beltrán se le insinuó al Profeta. El Profeta se escandalizó y le pidió que saliera de inmediato de su oficina.
El Profeta meditó por largo tiempo en qué podría hacer por ella. Oró toda aquella noche para pedirle dirección a Dios.
Hoy se dirigió a casa de Judith para hablar con sus padres, aprovechando que ella no estaba en casa, le contó a sus padres lo que había pasado. Sus padres terminaron terriblemente lastimados por lo sucedido. La estuvieron esperando en casa y al llegar, como era de esperarse, la interrogaron y lamentaron la actitud de su hija. Judith lo negó todo y al ver que no había manera de remediar el problema se enojó tanto que le prendió fuego a la casa de sus padres. La casa se hizo ceniza; no quedó nada en pie. Afortunadamente sus padres salieron ilesos, ya que iban de camino a ver al Profeta. Después de esto huyó lejos de aquí, pero no sin antes cometer la peor de las atrocidades: quemar el auto del Profeta.

El secretario terminó de decir estas palabras con cierta dificultad. Hacía calor dentro de la oficina del Alcalde y los dos estaban sudando.

–Por dios santo –resopló el Alcalde–. Esa chica debe estar presa.

–Y vengo justamente a pedirle que haga eso, señor Alcalde: que la busque, que la encuentre y que haga con ella lo que tenga que hacer. El Profeta me envío, y me pidió que le dijera que si la encuentra que no le haga daño, que la trate con cuidado que, después de todo, es solo una chicuela que no sabe discernir entre lo bueno y lo malo. Él siente gran lástima por ella.

El Alcalde estaba preocupado de verdad. Miró al secretario con unos ojos fulgurantes y dijo:

–Dígale al Profeta que le doy mi palabra de que la encontraré y haré justicia ¡hoy mismo comenzaremos la búsqueda!

Widman Y Sus Mil Viajes Al UniversoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora