El suicida de ojos marrones

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Jaime

Es la tercera vez que me ingresan en este hospital, el Engival Varil.

En la primera ocasión yo tenía unos 12 años. Mi padre golpeaba a mi madre y ella se había vuelto adicta a los calmantes. No sé qué pasó por mi cabeza para hacer una huelga de hambre. Quizás quería llamar su atención, quizás mostrar mi inconformidad con la situación, quizás dejar de ser una carga para ellos. Tendría que revisar mis diarios para asegurarme de mis motivos, pero en aquella época no escribía más que lo estrictamente obligatorio por el colegio. Solo sé que dejé de comer. Estuve un par de días solamente tomando agua.

Podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que había visto a mi madre levantar la voz: una vez que trepé a un árbol cuando me advirtió que no lo hiciera y terminé con un esguince al caer; la primera vez que papá le puso la mano encima, un día que me harté de verla mal y le boté las pastillas, la tarde en la que la abuela amenazó con llevarme a vivir con ella, y cuando culpó a mi padre por mi situación alimenticia. En parte tenía razón. La discusión entre la adicta y el maltratador no era algo agradable de escuchar en mi condición, pero no hubo forma de detenerla. Incluso sin revisar ningún diario puedo asegurar que eso no era lo que yo pretendía. Esa pelea culminó en la paliza que me llevó al hospital y en otras cosas que definieron mi vida a partir de entonces.

Me dejaban solo en esta habitación mucho tiempo. Nunca sentí temor, al contrario: me sentía tranquilo, en paz. Incluso cuando en las noches tenía la sensación de ser observado. Gozaba de un sueño recurrente en el que un ángel sin alas, de cabello plateado y ojos celestes, venía a buscarme. Algunas veces se sentaba en mi cama, otras, se quedaba en el umbral de la puerta y otras se sentaba en la silla junto a la ventana, esa en la que también se postraba mi abuela para leerme cuando me visitaba. En algunas ocasiones me decía que todo estaba bien, con voz dulce, otras, solo me sonreía o me miraba fijamente. Aunque la rodeaba una especie de humo negro a los pies, siempre me encontré muy cómodo en su presencia y aún recuerdo la sensación de angustia cuando despertaba, cuando ella se marchaba.

La segunda ocasión que me ingresaron aquí fue a los 16, en la habitación 187, por causas totalmente diferentes a la anterior: un coma etílico. Mis padres no tenían nada que ver, o sí, pero ellos no me mandaron aquí. Eso lo hice yo solito, con su recuerdo.

Mezclar es malo. Más si nos referimos a alcohol, LSD y coca. Pésima noche para probar cosas nuevas... o no... no lo sé... no lo recuerdo. Sé lo de las sustancias porque salió en la analítica y en la reprimenda que me echó el doctor cuando estuve consciente y fuera de peligro. Pasé fuera de juego cuatro días, desperté un viernes y recuerdo haberme ido de fiesta un sábado así que, tirando cálculos, el exceso se me salió de las manos, como si en algún momento lo hubiese podido sostener.

Los amigos que hacía por aquel entonces en ese tipo de eventos no eran de los que se preocupaban por el bienestar ajeno, si no por tener suficiente diversión para no recordarla luego, por tener un local disponible cada finde y porque la poli no los pille con las manos en la masa o en los polvos. Así que no tuve más visitas que una chavala con la que salía de forma informal por aquellos meses. Y había venido para dejarme.

"No puedo plantearme tener nada con alguien que me puede dar estos sustos cuatro veces al mes, lo siento", me dijo. Yo también lo sentía. Era una buena chica. No merecía tal despojo a su lado. Aunque no tiene buen ojo para los hombres. Me enteré que su ex pareja la dejó embarazada y tuvo que abandonar los estudios para salir adelante con el bebé. Una pena, pero quizás le hubiera pasado algo peor si hubiera seguido conmigo.

Regresó la sensación de tranquilidad que experimenté 4 años antes, cuando el ángel de mis sueños volvió a visitarme. Salvo que esa vez estaba despierto. Al fin conocí el porqué de la paz que sentía en ese hospital: era ella, siempre fue ella. Una chica de unos 20 años, cabello plateado corto, ojos celestes y mirada agotada, acompañada por una especie de nube de humo a los pies, justo como la vez pasada. Deambuló un poco por la habitación y se sentó en la esquina de la cama, todo bajo el peso de mi mirada curiosa.

-Otra vez aquí. Me ha costado mucho sacarte de ésta, así que, si algo valoras tu vida, no regreses -me dijo. Tenía un tono de voz serio, pero dulce.

Me miraba como si no existiera nada más, aun cuando yo la escrutaba anonadado, curioso, con un toque de descaro que ya se me había hecho costumbre ante una chica. No sabía quién era, o si realmente existía, pero me era imposible sostenerles la mirada a esos ojos celestes. No moví un solo músculo, quizás por no asustarla, quizás porque no podía. Era como intentar acariciar a un gato callejero por primera vez. Tienes tres posibilidades: que huya, que reciba las caricias o que salte a arañarte. Pasé bastante tiempo en shock antes de reparar en su comentario. Por suerte para mí, no se había ido.

-¿Eres... un ángel? -titubeé. Sonaba ridículo en mi mente y aún más dicho en voz alta, pero yo no la conocía de nada y no se me ocurría otra explicación para el humo a sus pies, la paz con la que me intoxicaba su cercanía, haberla soñado antes y esos ojos faltos de vida. Además, por muy estúpido que suene, me lo parecía.

Antes de responder ladeó una sonrisa, pero sus ojos siguieron inexpresivos:

-No.

Y sin más se dispuso a marcharse. Yo no podía quedar en la incertidumbre, así que prácticamente le grité:

-Entonces, ¿qué eres?

Giró sobre su humo en el umbral de la puerta.

-Una parca.

Quedé a cuadros, como es de suponer. ¿En serio existe algo como una parca? ¿Es ella la única o cada persona tiene una? ¿Cómo se supone que se organiza el más allá? ¿De veras existe el más allá? ¿Cuánto de todo lo que se escucha de la muerte y la otra vida en serio está ahí en nuestras narices? ¿Cómo nace una parca? ¿Todas las parcas son chicas tan guapas como ella? ¿Si su trabajo es matarme, por qué no lo ha hecho?

Tenía tanto que preguntar que me induje otra visita al hospital. Y aquí estoy, casi dos años después, en mi tercer ingreso en el Engival Varil luego de una ingesta de pastillas, esperando a que la parca de cabello plateado y ojos celestes me visite.

Las parcas tienen nombre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora