Mañana

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Roberto caminó por los pasillos del convento mordiéndose el labio y con el ceño fruncido. Los pensamientos le pesaban demasiado para mantenerlo en alto. Apenas había dormido. En la noche anterior consiguió convencer a Malthus de que subiera a su coche para llevarlo a casa, sin embargo, por alguna razón, su amigo insistió en que no lo dejara en casa de su madre, sino que lo dejara en el convento. Por supuesto, al principio Roberto se negó. ¿Cómo iba a hacer eso? ¿Y para qué? La madre de Malthus lo esperaba en su hogar, y el convento quedaba mucho más lejos. Pero había una desesperación en los ojos de Malthus que Roberto jamás había visto antes. Cualquiera diría que Malthus creía que su vida colgaba de un hilo.

Una vez vio entrar al convento a Malthus sano y salvo, Roberto tuvo que quedarse en su apartamento en la ciudad. No tenía pensado dejar a Malthus solo, y tampoco valía la pena volver a Santana dos Ferros para volver a la mañana siguiente, ya era casi de madrugada.

Finalmente, la mañana llego, asomándose por la ventana del cuarto de Roberto después de unas pocas horas de sueño. Era pronto, muy pronto, pero a Roberto no le importó. Llamo a Aramel para que este avisara a la madre de Malthus que se encontraba bien y que estaba en el convento. No le quedaban fuerzas para inventarse una excusa para escudar a su amigo, pero al menos su madre estaría más tranquila.

Roberto se acercó a la entrada de la pequeña habitación de Malthus. A pesar de que la ventana con barrotes que agujeraba la puerta era lo suficientemente grande como para dejar  a Malthus sin privacidad, Roberto llamo mientras apartaba la mirada para respetar a su amigo.

"Pasa" Malthus respondió a los pocos segundos. Los rayos del sol de la mañana habían calentado el cuarto llenándolo de una luz atrayente y alegre, lo que contrastaba con el estado de Roberto. Este, al entrar, vio a Malthus sonriente, ya de pie en la habitación, con las manos recogidas por delante. "¿Cómo estás, Malthus?", el tono de Roberto era precavido mientras daba un par de pasos lentos para acercarse más a su amigo. El joven Santo parecía relucir con la misma luz que el barniz que cubría el cristo colgando en la pared detrás del él. Sin embargo, a los tres pasos, Roberto ya se encontraba lo suficientemente cerca para ver las bolsas oscuras debajo de los ojos rojos e hinchados de Malthus. Su nariz también se veía ligeramente colorada e irritada.

"¡Muy bien!, he aprovechado la mañana para limpiar mi cuarto y ahora iba a leer un poco, ¿cómo estás tú?" El tono de Malthus era extrañamente energético "demasiado energético" pensaba Roberto mientras miraba como su amigo, con una sonrisa tiesa en su rostro, empezaba a retirar las sabanas del colchón, no lo suficientemente rápido como para que Roberto no pudiera ver la mancha de sudor en ellas.

"Bien, bien, estoy bien" Dijo Roberto sin mostrar intención en sus palabras, ya que ni siquiera sabía lo que respondía. La confusión que le causaba el comportamiento de su amigo lo estaba dejando demasiado estupefacto.

"Perdona, tengo que ir a limpiar esto, vuelvo enseguida" pero antes de que Malthus pudiera salir de la habitación con las sabanas hechas un batiburrillo, Roberto lo agarro con suavidad del brazo "Malthus, tenemos que hablar". La voz y los ojos escondidos detrás del reflejo de las gafas de Roberto mostraban una seriedad que hacía barruntar a Malthus. Por unos instantes el rostro del Santo tomo la forma de uno de los muchos iconos angustiados que habitaban el convento. Todos compartían esas miradas de cordero degollado y bocas entreabiertas. Sin embargo, Malthus no dejaría que Roberto lo descubriera.

"Claro, dime ¿Ocurre algo?" La sonrisa de Malthus volvió. Se sentó sobre la cama ahora desnuda en la que caía el velo del sol, aumentando la blancura de su túnica. Realmente parecería un Santo como los de las estatuas bañadas en pan de oro que decoraban las iglesias. Su expresión afable junto a sus ojos llorosos y cansados lo hacían parecerse todavía más a un mártir. La respuesta aparentemente tan ingenua del joven dejaban a su amigo sin palabras, las cosas no estaban sucediendo como él había previsto.

"Bueno" Roberto demoro brevemente "para empezar, tienes que ayudarme a pensar en algo que decirle a tu madre, debe de estar preguntándose por qué no fuiste ayer a casa" Los hilos que sujetaban la sonrisa de Malthus perdieron tensión y sus labios cayeron rápidamente con solo escuchar nombrar a su madre.

Roberto continuo "También quería pedirte perdón, cuando empezaste a llorar me di cuenta de lo egoísta que había sido, yo..."

"No fue nada, no tienes que disculparte y tampoco lloré tanto" el carácter angustioso de Malthus había vuelto a apoderarse de su cuerpo, haciendo que Roberto lo reconociera más. El Santo se levantó y empezó a caminar de un lado a otro con ansias "Solo tuve un mal día, y tú solo querías pasártelo bien, no hay mucho más que hablar" las manos de Malthus volvieron a estar recogidas, pero esta vez era porque empezó a arrancarse nerviosamente las pieles que rodeaban las uñas.

"Malthus hay mucho más que hablar. Cuando te alejaste de la camioneta..."

"No lo recuerdo" Malthus sabía que Roberto no se creería una mentira tan descarada, ni se molestó en disimularla, pero sabía que su mejor amigo se vería obligado a dejar de insistir. No quería pensar en la noche anterior. Eso ya había quedado atrás, muy atrás. Era un nuevo día, había rezado, y otra vez, como siempre, ya no había dolor ni remordimiento, y más importante, no había rabia.

Malthus tuvo que obligarse a mirar a los ojos de Roberto. Sentía que si lo miraba el tiempo suficiente lo convencería de dejar el tema a un lado. Pero solo obtuvo una expresión cada vez más preocupada por parte de su amigo.

"Está bien" Roberto coloco su mano sobre el hombro de Malthus mientras se acercaba a la puerta del cuartito "¿sabes que puedes confiar en mi, verdad?"

Sí, claro que lo sabía, Malthus sabía que Roberto era la persona más responsable y capaz que conocía. Y también sabía que no solo tenía corazón de escritor, sino curiosidad de detective. No iba a dejar pasar el asunto tan fácilmente, pocas cosas se le escapaban. Pero esto no podía salir de ese descampado, ni durar más de esa noche. Debía enterrar esos recuerdos con el resto de sus sentimientos. Malthus esperaba que Roberto dedujera que su actitud esquiva estaba siendo provocada por la vergüenza de haberse emborrachado. En verdad, lo que Malthus no quería que Roberto supiera era que lo que quería evadir era afrontar todo el odio que sintió la noche anterior. No quería ver a su madre, se avergonzaba, no solo de todo lo que había hecho, sino también de los malos pensamientos que le había dedicado a ella. Su madre, que lo había dado todo por él, que siempre sujetaba su rostro con ternura entre sus manos ya cada vez más venosas y arrugadas para admirar la bella creación de Dios. Que tan orgullosa estaba siempre de él, y qué feliz le hacía.

El día en que su farsa se descubriera nunca debía llegar. No es que Malthus no creyera que era un Santo, pero la duda a veces se filtraba por los boquetes que sus pecados dejaban en su fe, como miel resbalando por el panal.

Roberto caminó por el pasillo de baldosas por el que había llegado, dejándole una mirada melancólica antes a Malthus a través de los barrotes de la ventana indiscreta.

Todo estaría bien, Todo estaría bien, se repetía Malthus, mientras, Roberto susurraba para sí mismo en los jardines del convento "nada está bien".

Memorias del SantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora