Cabello

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Malthus rondaba pensativo a paso lento por el convento. Era una mañana soleada. Los rayos de sol calentaban la túnica del joven ofreciendo una sensación reconfortante en la piel. Todavía no había llegado el mediodía, el momento en el que el calor se volvía más agresivo y cuando todos los curas y jóvenes aprendices levantaban las faldas de sus albas y agitaban las telas en busca de un poco de frescor. El verano era duro con aquellos que respetaban la modestia.

Malthus con la cabeza baja miraba sus zapatos silenciosos pisar los motivos de las baldosas. El velo de sol lo bañaba interrumpidamente por las columnas del pasillo que dejaban vista al jardín interior. Algunos compañeros pasaron por su derecha, acostumbrados ya a ver siempre al joven Santo con una expresión de preocupación. Todos estaban ya familiarizados con los murmullos que soltaba.

Durante el siguiente par de días todo había ido de acuerdo a su plan. Roberto no volvió a insistir en el tema. I una vez Malthus reunió las fuerzas suficientes, fue a confesarse al padre Nelson. Sin embargo, no pudo confesar todo aquello que le habría gustado. Solo comento su accidente con el vino. Padre Nelson fue bueno con él, mirándolo con ojos comprensivos y una sonrisa tierna, como un padre que ve caer de la bicicleta por primera vez a su hijo. Los ojos glaseados cubiertos por esas bolsas arrugadas de piel madura y sabia habían dejado a Malthus purificado y tranquilo con su conciencia.

Al subir la cabeza y dejar su postura pensativa, el joven sintió unas cosquillas en las cejas y un poco de picor en los ojos. El cabello le había crecido y le estaba empezando a acariciar las pestañas.

Siguió paseando hasta que llego a su pequeño cuartito para coger una simple pastilla de jabón, unas tijeras y una pequeña toalla y seguidamente se dirigió a las duchas comunas. Aprovecho que era media mañana sabiendo que a esas horas casi nunca ninguno de sus compañeros usaba los baños. Malthus odiaba ducharse en compañía.

El joven entro en los baños. Se sentía pequeño en aquel espacio tan amplio, vacío y frio. A la izquierda un cuartito más pequeño se divida del resto del gran cubículo resplandeciente aunque mantenía el horrible brillo porcelanoso de las baldosas que cubrían tanto el suelo como las paredes de todo el lugar. Era terriblemente liminal.

Una vez dentro del espacio más pequeño en donde se encontraban algunos de los pocos espejos que había en el convento y alguna ducha sola, Malthus se empezó a quitar la ropa despacio. Su túnica todavía estaba cálida de haber estado tomando tanto tiempo al sol, sin ella, cada trozo de piel desnuda expuesta al frio se erizaba. Al quitarse los zapatos le entraron ganas de dar saltitos al tocar el suelo que parecía hecho de hielo.

Como solía hacer cuando no tenía ganas o tiempo de pedirle a un compañero ayuda, Malthus agarro uno de los banquillos que se encontraban en la sala de duchas, se sentó en él, puso uno de los cubos que a veces utilizaban para recoger y reutilizar agua y lo coloco en sus pies. Con solo su ropa interior, sus piernas abiertas y las tijeras en mano empezó a cortar su flequillo. Agachado, Malthus, intentaba que los pequeños mechoncitos de cabello cayeran en el cubo.

No se molestó en mirarse en el espejo mientras lo hacía, solo quería que su cabello dejara de molestarle. Alguna vez había hecho un desastre y había cortado demasiado, o no había quedado simétrico, pero después de tanta práctica ya casi no ocurría. Además, no es como si el pudiera permitirse preocuparse por su aspecto físico. La vanidad era algo que los hombres en el convento habían dejado atrás al decidir dedicar su vida a Dios.

Malthus vio como sus conocidos y compañeros de clase al crecer empezaron a repeinarse más y a llevar ropas bien planchadas. Las chicas del pueblo también empezaron a llevar vestidos un poco más elegantes y zapatos de tacón. Claro que no era comparable con la exuberancia que existía en Bello Horizonte. Las mujeres llevaban vestidos con "siluetas new look de Dior" de colores femeninos y estampados delicados. Sus cabellos ya no iban recogidos en trenzas o en moños como las niñas y señoras de Santana dos Ferros, sino que lo llevaban suelto con ondas sensuales que parecían imitar las olas del mar. Casi todas llevaban maquillaje, sobretodo rubor en las mejillas que las hacia parecer estar siempre contentas y coloradas. Sus zapatos de tacón eran ligeramente más altos y de colores más llamativos. A Malthus le gustaba escuchar el sonido del taloneo de las mujeres que paseaban risueñas por las calles. Cuando pasaban por su lado solía saludarlas y bajar a cabeza con rapidez por timidez, así que siempre terminaba observando sus zapatos mientras escuchaba ese "clonc, clonc, clonc" alejarse.

Pensó en los zapatos blancos que llevaba la rubia en el descampado que se besó con Aramel, que en aquel momento estaban manchados de tierra. También pensó en Aramel y en como agarró de la cintura con ansias a la rubia. Malthus podía ver con claridad como los dedos de su amigo se enterraban en la piel cubierta por topos blancos y azules de la joven. Se obligó a no pensar más en eso sacudiendo la cabeza mientras se levantaba y se acercaba a uno de los dos únicos espejos del cuartito.

Su reflejo le devolvió la mirada. Su cabello se veía suficientemente bien, y lo único que le molestaba eran los pequeños pelos que habían caído en sus mejillas y pestañas. Se sacudió el cabello para que más pelo cayera sobre sus hombros. Después el joven permitió que su lado más curioso y juguetón lo dominara, ya que este solo surgía las pocas veces que se podía gozar de privacidad. Malthus empezó a jugar con su cabello, subiéndose el flequillo mostrando su frente, agitándolo y repeinándolo. Intento imitar el peinado que Roberto, Aramel y el resto de chicos de su edad solían llevar con poco éxito, ni siquiera tenía gomina. Miro el fregadero de enfrente, vacío a excepción de la pastilla de jabón verde menta. Pensó en el piso de Roberto y Aramel, con su baño lleno de perfumes y cremas, la mayoría del joven de ojos azules. Aramel siempre había sido un rompecorazones. Todas las chicas siempre caían a sus pies y buscaban su atención en forma de notas y cartas de amor. Malthus se preguntó si alguna vez alguna chica apartaría su cabello poniéndolo tímidamente tras su oreja al verlo o si reiría con una risa atractiva de alguna de sus bromas.

Sus ojos abandonaron su cabello y poco a poco su mirada bajo hacia se pecho. Noto que su rostro estaba más bronceado que el resto de su cuerpo, seguramente por vestir su alba. En su piel más blanca habían salpicados algunos lunares.

Malthus dio dos pasos atrás para poder observar más de su cuerpo. Elevo los brazos imitando a los actores de los carteles de películas de Hollywood, que sacaban pecho y mostraban sus brazos fuertes, antes de rápidamente avergonzarse de sí mismo y bajarlos de inmediato. Se sintió estúpido, no se parecía nada a esos actores. Odiaba cuando se quedaba solo, cuando era más consciente de su propia corporeidad. Pocas veces él veía su propio cuerpo desnudo, no sabría señalar en qué lugares tenia lunares o cicatrices una vez vestido. Padre Nelson no dejaba que los niños aprendices se limpiaran sin ropa, vieran su cuerpo desnudo o pasaran demasiado tempo disfrutando de un baño.

Cuando padre Nelson lo elogiaba o lo felicitaba, o cuando paseaba por las calles y la gente se le acercaba besándole la mano y pidiéndole bendiciones, era en esos momentos que se sentía en paz con sí mismo, cuando sentía su cuerpo expandirse y formar algo que no empieza ni termina, una figura creada por las miradas de aquellos que lo llaman Santo. En cambio, en su soledad, se enfrentaba la cruel realidad de su cuerpo pesado, orgánico, imperfecto, como un homúnculo hecho de barro que peca y erra. Él tenía esencia, sus uñas se ensuciaban y crecían al igual que su cabello y sus labios se agrietaban. A veces sentía envidia de las estatuas y pinturas de las diferentes iglesias y catedrales que había visitado. Siembre intocables, invariables y perfectas.

Ya en la ducha Malthus se colocó debajo del agua fría dejando que le lloviera encima de la piel de gallina. Nunca había agua caliente en ese maldito convento. Con la pastilla empezó a enjabonarse la espalda mientras que entre los mechones de su cabello que goteaban observaba como el pelo que había cortado iba cayendo de sus hombros al suelo de la ducha. El sonido del agua hacia eco en todo el cuarto de duchas. Mientras pasaba sus manos enjabonadas por todos su cuerpo Malthus empezaba a encontrar un cierto gusto en el frio del agua, no era agradable de por sí, pero el joven disfrutaba de lo intensa que le parecía la sensación, mientras, se permitía cerrar los ojos y disfrutar de sus propias caricias. Solo se estaba relajando, se decía a sí mismo, nada más. Sus manos ya habían empezado a frotar su pecho, acariciando ligeramente sus pezones duros por el frio. Solo se estaba relajando tomando una ducha, nada más. Sus manos poco a poco bajaron por su pectoral. Solo se estaba relajando.

El fuerte sonido de una puerta hizo que Malthus abriera sus ojos y apartara las manos de su cuerpo inmediatamente. La conversación que mantenían las voces de sus compañeros hicieron eco en el lugar junto a sus pasos. Rápidamente Malthus agarro su toalla y se preparó para huir del lugar. 

Memorias del SantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora