¿Vecinos? (Adaptación

CATORCE

Un par de días después, una soleada mañana de mediados de primavera, viajaban por la A38 en el Range Rover de Felipe—que iba cargado hasta los topes, con el equipaje, los lienzos, las pinturas y el caballete de Leti y, por supuesto, Milo—, en dirección a Cornualles.

Ahora que se había hecho a la idea, Letizia contemplaba entusiasmada el hermoso paisaje de verdes campos y pequeños y pintorescos pueblos que volaba raudo por su ventana.
Solo había estado en Cornualles una vez cuando era pequeña y recordaba que le había encantado.
Felipe miró su rostro iluminado con una sonrisa y se sintió satisfecho de haberla convencido para que lo acompañara. El día que la joven aceptó ir con él decidió olvidar sus planes de seducción; Letizia tenía razón, era mejor seguir siendo amigos.

Cuando Felipe  se detuvo por fin frente a la monumental verja de hierro que rodeaba la propiedad, pensó que el viaje se le había hecho muy corto.
Después de traspasar la cancela ornamentada con sendos escudos de armas en cada una de las puertas, un ancho camino de grava, flanqueado por dos hileras de inmensos robles de cientos de años de antigüedad, les condujo a través de un extenso parque hasta llegar a una imponente mansión de piedra de la zona, construida en un original estilo renacentista veneciano, en la que resaltaba una gran cúpula y numerosas chimeneas en el tejado.
En los bellos jardines clásicos que la rodeaban predominaban los macizos de rosas en flor que despedían un agradable perfume.
Isa abrió mucho los ojos y exclamó:
—¡Dios mío, Felipe, qué casa tan hermosa! —su vecino disfrutó del evidente deleite que brillaba en su expresivo semblante.

Casi al instante, la enorme puerta de madera se abrió y un hombre mayor, inmaculadamente uniformado, salió a recibirlos.

—Bienvenido, señorito Felipe. Es un placer tenerlo aquí de nuevo después de tanto tiempo —saludó el anciano, solemne.

—Gracias Bates, yo también me alegro de estar aquí. Esta es la señorita Letizia Ortiz, mi prometida —la cabeza del viejo mayordomo se inclinó en una reverencia que parecía dirigida a una reina y Letizia se sintió un tanto aturdida—. ¿Qué habitación le ha preparado?

—La habitación verde, señorito. —Perfecto —sonrió Felipe, satisfecho—. Llame a James y dígale que nos suba el equipaje. ¡Ah!, y que se ocupe también de darle agua a Milo.

Felipe, agarró a Leti de la mano y subió con ella la grandiosa escalinata de piedra.

—Felipe—susurró la joven, nerviosa—, no sé si voy a estar a la altura del papel. La verdad es que no me esperaba esto.

—¿Y qué era lo que esperabas? —preguntó, mirándola divertido. —No sé, pero no pensé que fueras tan horrorosamente rico...

Él apretó con calidez la mano femenina intentando tranquilizarla.

—No te preocupes, enseguida te acostumbrarás.

—Ejem... —un ligero carraspeo sonó a sus espaldas. Letizia se volvió con rapidez y se topó de frente con el inexpresivo rostro del mayordomo; incómoda, se preguntó si la habría oído—. Señorito Felipe, su madre me indicó que, en cuanto llegaran, les hiciera pasar al saloncito amarillo.

Al oírlo, el semblante de Felipe pareció ensombrecerse un poco.

—Está bien —respondió encogiéndose de hombros.
Bates, seguido por Felipe y una sobrecogida Letizia que escuchaba el eco sordo de sus pasos sobre el hermoso suelo de mármol del inmenso vestíbulo, les condujo hasta una de las numerosas puertas de la primera planta, la abrió y anunció:
—Señora, la señorita Letizia Ortiz y el señorito Felipe acaban de llegar.

Felipe miró de reojo a Leti, tratando de adivinar qué le parecía la formalidad de la que a su madre le gustaba rodearse, pero el semblante de la joven lo único que expresaba era el interés y la maravilla por todo lo que veía.