DIECISÉIS

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Letizia se acercó a la pequeña media luna de arena blanca y se aseguró de que Felipe  no pudiera verla desde su posición; se despojó de la camiseta y los vaqueros y se quedó tan solo con su sencilla ropa interior de color blanco.
Con rapidez, se metió en el agua y casi se le cortó la respiración al notar lo fría que estaba.

—¡Felipe, ya puedes! —gritó sin poder evitar que le castañetearan los dientes.

Empezó a nadar para entrar en calor sin dejar de mirar con disimulo al hombre que, en ese momento, cruzaba los vigorosos brazos por delante de su pecho y los alzaba por encima de su cabeza despojándose del polo azul.

Al ver esos hombros anchos y el torso moreno y fibroso se preguntó cuándo encontraba tiempo su ocupado vecino para tomar el sol. Se dijo que no estaba bien que lo espiara y trató de obligarse a volver la cabeza, pero una curiosidad irresistible le impidió apartar la vista de ese espléndido cuerpo, mientras Felipe se desabrochaba los botones de sus vaqueros y se quedaba tan solo con unos bóxers de color blanco.

Letizia hundió la cara en las gélidas aguas, en un fútil intento de aliviar su repentino sofoco.
No se podía negar que a su vecino el estilo clásico le sentaba de miedo, se dijo. Felipe y metió en el agua, dio unas cuantas brazadas y enseguida estuvo a su lado.

—Está buena, ¿eh? —sacudió la cabeza lanzando gotas de agua en todas las direcciones y sus blancos dientes relucieron contra su bronceado rostro en una atractiva sonrisa.

—Está congelada —respondió Letizia, aterida.

—Te echo una carrera, quejica.

Estuvieron un buen rato jugando y nadando hasta que letizia consiguió entrar en calor.
Luego ambos flotaron un rato boca arriba, recibiendo en la cara los cálidos rayos del sol.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella.

—Saldré yo primero e iré a buscar la manta del picnic. Mientras aprovecha para quitarte lo mojado y ponerte el resto de tu ropa, ¿de acuerdo?

—Una sincronización perfecta —asintió la chica.

Felipe se alejaba en dirección hacia el bosquecillo donde habían comido, cuando, llevado por un impulso incontrolable, se dio la vuelta lo mismo que la mujer de Lot y, al instante, se quedó paralizado, como si él también se hubiera convertido en estatua de sal.

De espaldas a él, Letizia miraba hacia el mar. Se había desabrochado el cierre del sujetador y, en ese momento se estaba sacando los tirantes por los brazos, después, introdujo los pulgares por la goma y se despojó del resto de su escueta ropa interior.
Durante unos segundos en los que el tiempo pareció detenerse, la figura femenina, esbelta y sensual, desnuda por completo como una diosa de la antigüedad, se recortó contra el horizonte y Felipe se quedó sin aliento. Enseguida, Letizia se puso la camiseta y los vaqueros, y su vecino consiguió recuperar de nuevo el uso de sus piernas temblorosas y se alejó hacia donde estaba la manta.

Al terminar de vestirse, Felipe tuvo que permanecer aún un rato tras la roca donde antes se habían protegido del viento, en un intento de volver a la normalidad.

La imagen de Letizia sin ropa lo atormentaba y estaba decidido a no salir de ahí hasta asegurarse de que no saltaría sobre ella para devorarla en cuanto la viera.
Cuando por fin pensó que tenía sus pasiones bajo control, abandonó su escondite y se dirigió hacia la orilla.
La joven estaba sentada sobre la arena, contemplando cómo rompían las olas con suavidad a pocos metros de sus pies.

—Toma —le dijo Felipe con la voz más ronca que de costumbre, al tiempo que le tendía la manta.

—Has tardado un montón —lo regañó la chica— me estaba empezando a congelar. Ven, siéntate aquí.

¿Vecinos? (Adaptación Donde viven las historias. Descúbrelo ahora