Prólogo: Por Roberto Gómez Bolaños

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Sus holgados pantalones tenían más parches y remiendos que

tela original. Estaban precariamente sostenidos por dos tiras de

tela que hacían las veces de tirantes, terciadas sobre una vieja y

descolorida playera en la que también predominaban los

parches y los remiendos. Calzaba un par de zapatos del llamado

tipo "minero" que evidentemente habían pertenecido a un adulto.

Pero lo más característico de su atuendo era la vieja gorra con

orejeras, las que en tiempo de frío le debían haber sido de no

poca utilidad, pero que, cuando lo conocí, en pleno verano, no

hacían sino acentuar lo grotesco de su figura.

¿Grasa, jefe? me

había preguntado mostrando el cajoncillo de

limpiabotas. Y yo estuve a punto de responder que no, ya que

mis zapatos se encontraban en bastante buen estado, pero

entonces surgió el presentimiento; ese algo que nos impele a

tomar decisiones sin justificación aparente. De modo que

respondí afirmativamente.

Yo estaba sentado en una de esas hermosas bancas de hierro

forjado que aún se encuentran en algunos parques de la ciudad.

Él se acomodó en el banquillo portátil que formaba parte de su

equipo de trabajo, y comenzó a realizar su tarea con inusual

entusiasmo. Entonces lo observé con mayor atención, y al

instante comprendí cuál había sido la razón que justificaba mi

presentimiento: aquel niño era la encarnación total de la ternura.

Me costó mucho trabajo entablar conversación con él, pues era

notorio que mis preguntas provocaban el natural recelo de quien

está acostumbrado a recibir muy poco casi

nada, diría yode

los demás.

¿Cómo te llamas? le

pregunté.

Pus

da lo mismo, ¿no?

¿.......?¿Qué es lo que da lo mismo?

Que

me llame como sea. De cualquier manera todos dicen

que soy el Chavo del Ocho. *

¿Cuál es tu edad? seguí

preguntando.

Mi

edad son los años que yo tengo.

Por

eso: ¿cuántos años tienes?

Ocho,

creo...

¿Dónde naciste?

No

lo puedo recordar porque yo estaba muy chiquito cuando

nací.

Entonces dejé correr una pausa intentando que fuera él mismo

quien reanudara la conversación, pero resultó evidente que su

timidez le impedía hacerla. Por tanto, yo también interrumpí el

interrogatorio.

Le di una buena propina cuando terminó de lustrar mis

zapatos. Eso hizo que acudiera a sus ojos un brillo que antes

había estado ausente, y que se pusiera a bailotear al tiempo que

exclamaba:

¡Con esto me puedo comprar una torta de jamón... o

dos... o tres...!

Y luego, pronunciando un rápido y entusiasta "gracias",

levantó ágilmente sus arreos de trabajo y se lanzó corriendo a la

calle, donde empezó a sortear el intenso tránsito de automóviles

con esa destreza que sólo tienen los niños pobres de las

ciudades populosas. Luego, al tiempo que lo perdía de vista, aún

alcancé a oír nuevamente las palabras que parecían mágicas:

"¡Torta de jamón!" Fue entonces cuando descubrí el cuaderno.

Lo había dejado a un lado de la banca del parque donde

estaba yo sentado. Y resultaba fácil suponer que era propiedad

del Chavo del Ocho, pues su lastimoso estado hacía juego con

el propietario. Era un cuaderno corriente que mostraba con toda

claridad el uso continuo a que había estado sometido. De las

pastas de cartoncillo no quedaban más que pequeños e

irregulares trozos manchados de grasa, polvo, sudor iy vaya

usted a saber qué otra cosa! Las hojas, algunas también

incompletas, estaban enrolladas por las puntas y ostentaban

igualmente gran cantidad de manchas de los más variados

orígenes; pero en ellas estaba contenido el manuscrito más

espontáneo que jamás hayan podido ver mis ojos: "El Diario del

Chavo del Ocho".*

La primera vez que lo leí sentí el remordimiento de quien

sabe que está violando la intimidad de una persona. Pero lo leí

por segunda vez y el sentimiento se fue convirtiendo en uno de

inquietud, del cual pasaba después a la risa, la tristeza y el

asombro. Entonces me convencí de que era necesario dar al

público la oportunidad de conocer ese mundo extrañamente

optimista en que se puede desenvolver un niño que carece de

todo, menos de eso que sigue siendo el motor del universo: la fe.

* En ninguna parte del manuscrito se menciona la palabra "diario", pero yo me

tomé la libertad de adjudicarle tal título en vez del de "notas", "apuntes" o algo similar,

porque a pesar de la carencia de un orden cronológico, la palabra "diario" me pareció más

acorde con la intimidad que encierra lo escrito en el viejo cuaderno.

NOTA: Como es lógico, el manuscrito contiene un sinnúmero de errores

gramaticales, de sintaxis, etc. Por tal motivo me he visto precisado a corregir, pero

procurando que, en lo posible, permanezca el sabor del original. Algunas veces, por

ejemplo, tuve que dar formar a la frase que estaba débilmente sugerida, y en ocasiones

(muy contadas) tuve que llegar a la adición o supresión de frases y palabras. Asimismo

tuve que hacer un cierto reordenamiento de párrafos; pero, en cambio, no modifiqué el

aparente desorden en que se narran los acontecimientos o las apreciaciones del Chavo.


El diario del ChavoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora