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Mi torpeza habitual, que se había mantenido durante todo el verano conmigo en Stuttgart, me pinchaba las costillas cuando eché a correr a toda velocidad hacia el bosque de enormes árboles oscuros y la lluvia empezó a salpicarme la cara, las piernas y el pecho desnudo, además de ablandar la arena, convirtiéndola en barro. ¡Nunca había corrido descalzo bajo la lluvia! Y si no fuera porque Tom me perseguía gritando que iba a matarme, me hubiera detenido para poner más énfasis en la deliciosa sensación que me estaba recorriendo las piernas. 

No hacía frío ni aún lloviendo, al menos no para mí al dar semejante carrera. 

Cuando llegué a la línea en la que empezaban a formarse los árboles, me introduje entre ellos de un salto y seguí corriendo todo recto, sin mirar atrás. 

-¡Bill, idiota! – escuchaba a mi espalda. Quizás no era buena idea corretear de esa guisa por el bosque de noche y lloviendo. Quizás podría atacarme un oso (¿habría osos?) o picarme una serpiente, pero yo seguí corriendo. Y no solo porque mi hermano me siguiera de cerca, si no por el tacto y la situación mágica de correr en mitad del bosque sin más ropa que un bañador aún húmedo. El olor era increíblemente puro, la brisa cálida y aromática y el terreno, irregular e impredecible. ¡Siempre me había gustado el senderismo, el bosque y los árboles! De pequeño tenía la costumbre de subirme a ellos, pero el día que me caí sobre un montón de estiércol de caballo, mamá me prohibió trepar más, aunque en realidad ya lo había hecho años antes, pero yo nunca le hice caso hasta entonces. 

Hacer una locura, algo inesperado e indescriptible, algo que no debería hacerse, algo peligroso. ¿Cómo no me había dado cuenta antes de lo gratificante que eso era? Al menos, hacer algo difícil de creer en lo cual nunca habías pensado. 

Correr por el bosque en mitad de una tormenta era una de esas acciones que nunca habías imaginado hacer, pero una vez hecho, el recuerdo perdura eternamente, alimentándose de los deseos de repetir esa experiencia única jamás soñada. Pensándolo bien, esa sensación ya la había experimentado incontables veces con el bárbaro que corría detrás de mí.

Correr por el bosque fue fantástico, pero como decía, mi torpeza habitual me había seguido hasta allí. De repente, empecé a confundir los árboles con la oscuridad del lugar y comencé a chocar contra sus fríos troncos de madera, raspándome brazos y cara. Reduje la velocidad para detenerme, pero sentí un pinchazo en la planta del pie e inclinándome por el dolor, choqué contra una raíz y caí de lado al suelo, que para colmo, se inclinaba en una cuesta empinada. 

En resumen, empecé a dar vueltas como una peonza humana sobre el suelo enlodado y pegajoso, haciéndome daño en cada parte del cuerpo y rezando por no chocar contra un árbol y romperme la columna de un mazazo.

“Me mato… ¡Arggg, qué me mato! ¡Moriré en mitad de un bosque, devorado por gusanos y lobos por intentar defender mi dignidad! Maldita sea, ¡está claro que nací para ser un maldito esclavo masoquista!” 

¡Mierda, es que morir así era tan patético! 

Pero por supuesto, no la palmé. Después de dar giros y giros y amenazar con echar la pota, me detuve sobre un llano boca abajo, con un montón de hojas secas atascadas entre mis dientes. 

-¡Puajj! – las escupí, tosiendo muerto del asco ¡para que me hubiera tragado un bicho o algo así! Estornudé y me rasqué la nariz antes de comprobar si me había roto algo. Como no sentí dolor alguno salvo el de las piedras que se me habían clavado a la espalda y los arañazos, supuse que sobreviviría. 
O no…

-¡Muñeco! – escuché gritar desde lo alto de la cuesta. Divisé la figura de mi hermano moviéndose entre los árboles, intentando localizarme sin mucho éxito. - ¿Te has caído, pedazo de memo? 

Muñeco acabado Cuarta temporada - by Sarae Donde viven las historias. Descúbrelo ahora