CAPÍTULO I

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Uno nunca sabe lo que un simple café puede lograr

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Uno nunca sabe lo que un simple café puede lograr.

Era un viernes de diciembre, en San Miguel de Allende, Guanajuato, me encontraba en la cafetería central, siete de la mañana, buena hora para llegar.

Me senté en aquella mesita, rodeada por girasoles, Soledad la hacían llamar; tenía un letrero posando sobre la pared, porque era un rinconcito, justo en la esquina. Por un lado, un muro de ladrillos rojos y por el otro, una ventana dando hacia la avenida principal.

Me quedé un rato, antes de pedir un café, «café de olla», mi favorito, el americano no es malo, pero el piloncillo con canela le da otro toque, ese toque mexicano y sabor a hogar.

Suelo llego temprano, me gusta observar las altas y bajas, cuando la ciudad despierta; además, la inspiración, mi bolígrafo y una libreta, me hacen buena compañía.

Por la ventana se aprecia mucha vida, pero muy pocos la saben valorar; siempre ves a aquella madre apresurada, en un auto Lincoln, estresada, tocando el claxon, llevaba a sus hijos detrás, creo que no se da cuenta de la suerte que tiene, no por su auto, por sus hijos por supuesto; de repente, notas a aquel taxista, hablando, mejor dicho, gritando, con palabras altisonantes, como si odiara al planeta entero.

En un pestañeo, algo diferente, fuera de todo ese estrés de cada día, siempre veo a alguien especial: el lunes vi a un anciano, deteniéndose un instante, mirando hacia el cielo agradeciendo por un día más; el martes vi a una familia, iban en un triciclo, llevaban a los niños al colegio y cantaban villancicos, la madre los abrazaba, quizás carecían de lo material, pero eran millonarios, el amor siempre les daba para más; el miércoles vi a dos muchachos, sostenidos de la mano, sin importarles los demás, ni nada que los fuera a dañar, señalar y me atrevo a decir, incluso asesinar; lo que importaba era su amor y no la jodida sociedad; el jueves, un niño obsequió agua a un gato sin hogar, terminando con un noble gesto, una caricia sobre esos huesos llamados cuerpo; y así cada día me sorprendía un poco más, porque siempre alguien diferente aparecía por aquel lugar.

El viernes apareció él, de una manera muy extraña, como dudando al entrar.
Fue hacia la caja y pidió un café americano, en mi mente gritando: "¡El de olla está mejor!", pero bueno, acepto que a cada uno le gusta diferente sabor, «Para gustos se hicieron colores».

La cafetería estaba casi vacía y de reojo lo observaba, la ciudad desapareció; por primera vez, dejé de ver hacia fuera y me enfoqué hacia dentro, hacia él. Trataba de apostar conmigo misma en qué mesa se iría a sentar. De repente, noto que comienza a caminar en una dirección conocidad, hacia mí. Entonces dejé de mirarlo, cuando de repente:
— ¿Me puedo sentar contigo? —preguntó.
Sentí que la canela del café se me atoraba por el esófago, casi impidiéndome respirar. Dos segundos de silencio después:
—Mmm..., sí, está bien —dije con voz rasposa, mirada de: «Claro que sí, qué va, ¿por qué no se podría?», y vergüenza al mismo tiempo.
—Disculpa, ¿qué haces? —preguntó confianzudamente sin rodeos.
—Escribo —respondí, un poco seca sintiéndome la grosera número uno del mundo mundial. Y no es quisiera responderle de esa forma, no. Yo no quería hacer notar que aquel chico me hacía suspirar.
Al menos él notó que mi respuesta cortante fue por nerviosismo y no por mala educación, sonrió, giró su mirada hacia la ciudad, regresó la mirada hacia mí, levantó ambas cejas, inspiró y preguntó:
—¿Por qué escribes? —preguntó de una forma seria, frunciendo las cejas, como tratando de obtener aquella respuesta que respondiera todas las preguntas del mundo. Y no, no supe qué responder y lo primero que se vino a mi mente fue:
—Me gusta y demasiado de hecho —miré mi cuaderno y mantuve mi mirada sobre él, como si fuera una reflexión filosófica y un sentimiento casi nuevo: amar escribir.
Me dijo que no creía esas palabras, que para escribir debería responder algo mejor.
Me quedé pasmada, porque primero, sin conocernos se acercó a mí. Después, con cero espacio y saltándose los pasos para entablar una charla comenzó a hacerme preguntas que quizás para unos podrían ser insignificantes, pero para mí eran tan personales. Tocó fibras sensibles de mi interior, sentí que el caparazón que me envolvía poco a poco comenzaba a cuartearse, hasta el punto de desear salir. Y de hecho, esa incomodidad que me hizo sentir, tengo que aceptar que me gustó.

Qué más me hubiera gustado decirle que la vida me golpeado muy fuerte. Que los que creía mis amigos, simplemente desaparecieron. Que ahora el arte y la poesía eran mi familia. Que de mis cicatrices pudieron salir flores; flores con las que puedo crear los mejores versos. Qué más me hubiera gustado decirle que me encantaría que su nombre fuera el título de mi siguiente cuento. Aunque, es cierto, aún no supiera su nombre. La poesía me ha demostrado que la muerte aún no está cerca y si estuviera cerca, igual podría dejar mi corazón en letras; esas letras que significan las lágrimas que logré desprender, que logré separar de este dolor, lágrimas de purificación, lágrimas de sanación, porque, aunque la muerte me diera miedo, sé que igual significa liberación. La escritura comenzó el día que me fallaron e incluso el momento en el yo misma me fallé. Tanto quise decirle. Sentía que lo conocía de algún lugar, de otra vida o quizás de mis sueños. Su voz hacía vibrar cada célula de mi interior. Solo él logró hacerme sentir querer hablar sin parar, que mi corazón saliera de mi pecho y gritara al mundo: «¡Vivo, aquí estoy, aquí sigo!», pero no, no pude, fui una cobarde.

Vaya que si se dio cuenta de que me puse muy nerviosa. Lo bueno y con mucha amabilidad, cambió de tema. Después de un rato platicando sobre temas banales como los gustos por el café, el clima, la ciudad, me dijo que ya se tenía que ir y a la media vuelta grité sin pensarlo, sin analizarlo, casi desesperada, como si la vida misma me fuera arrebatada:
—¡Espera! No me dijiste tu nombre —le pregunté al mismo tiempo que mi mano se extendía hacia él como queriendo retenerlo.
Él ya había llegado hacia la puerta, se detuvo, giró hacia mí, me miró y guiñó un ojo.
—En la siguiente cita te lo diré. Nos vemos el siguiente viernes a la misma hora. Y ¿sabes?, pediré un café de olla.

Sentí que el mundo se detuvo. La temperatura de mi rostro comenzó a aumentar. Mis manos quedaron heladas. No lo podía creer. ¿Qué acababa de suceder? Además, ¿cita? ¿Tengo una cita?

No sé cómo explicar lo que sentí. Ninguna descripción se acercaría a lo que yo experimenté. Muchos lo suelen describir como mariposas en el estómago. Bueno, pues yo sentí guajolotes corriendo y cloqueando. Aunque la verdad, ni yo misma podía comprender qué fue eso que hizo que mis sentidos se agudizaran. Fue raro, muy raro porque jamás me había pasado, pero qué bueno que pasó y qué bonito lo que sentí.

Si lo mejor de mis días era el café de olla y mi escritura, a partir de ese viernes lo mejor de mi vida fueron esos minutos que, sin conocerlo, me hizo feliz. Desde ese instante, no podía dejar de pensar en el próximo viernes.



 Desde ese instante, no podía dejar de pensar en el próximo viernes

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EL CAFÉ DE LOS VIERNESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora