Treintona

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«Parece euforia y tan solo es un grito de dolor».

Vivir muriendo, NTVG.


En mis años de adolescencia, por allá por los noventa, la vida era más fácil. Recuerdo que tendía a hacer de problemas estúpidos, como una baja nota en el examen de matemáticas o que mamá no me dejase ir a la fiesta de Charleen, unas tragedias de nunca acabar. ¡Oh! aquella agridulce etapa en la que me sentía capaz de agarrar al mundo en mis manos y hacer de él lo que quisiera. Qué buenos tiempos. «Fui feliz y no lo sabía». Típico.

Supongo que hoy, segundo día del mes de mayo, las memorias fluyen con facilidad y estoy más melancólica que nunca. Es mi cumpleaños, la edad ya me pesa. De acuerdo, puede que dramatice el asunto, pero estoy pisando los treinta y aquello significa llegar al punto álgido de una bien recorrida juventud. Me miro al espejo y sigo notándome bella, puedo usar este vestido a medio muslo y andar con unos tacones de aguja sin que con ello parezca una vieja ridícula y vulgar. Conservo bien la apariencia, luzco más joven que muchas de mis amigas de veintitantos. Y no, no soy una mujer con problemas de ego, un súper yo, o cualquiera de esas basuras psicológicas que tan de moda están. Sólo estoy diciendo la verdad. Cualquiera que me conozca, incluso cualquiera que me envidie, se vería en la obligación de confirmároslo.

Bah, creo que he estado pensando sobre mí misma demasiado. Llevo yo-no-sé-cuántas horas encerrada en mi habitación y apenas estoy comenzando a maquillarme. ¿En qué, si no es en mis patéticos momentos de abstracción, puede habérseme ido tanto tiempo? Lo peor es que vienen a tocar cuando más ensimismada estoy. No le pongo demasiada atención, sé que de igual forma él va a pasar.

―Te tardas mucho arreglándote ―dice, apoyándose en el marco de la puerta.

―Es que quiero verme presentable para recibir a los invitados ―replico sin voltear, inclinándome para poder obtener una mejor posición y delinear mi ojo izquierdo―. Y también para ti.

Sé que con esas simples palabras logro calmarlo porque lo conozco lo suficiente como para saber que su impaciencia es ficticia cuando se trata de mí. Él podría esperarme toda una eternidad si fuese necesario. En respuesta a su suspiro de derrota, le dirijo una sonrisa llena de culpabilidad. Alexander se acerca y pone sus manos por encima de mis hombros, presionándolos con suavidad.

―Relájate y disfruta. ―Deja caer su cabeza en mi hombro―. Esta es una noche muy especial.

―¿Te gusto?

―Sí, claro que me gustas. ―Suelta una risita y siento su aliento en mi cuello―. ¿Por qué la pregunta?

Me giro para encararle y rozo su mejilla con la punta de mis dedos. Sus ojos grises se oscurecen ante ese simple contacto y yo me complazco sabiendo que me desea, que no estoy demasiado vieja para causar ese sentimiento en él.

―Cosas de locos. ―Me encojo de hombros, viendo de reojo mi reflejo―. Ya estoy lista.

―Vayamos, entonces.

Tomo su mano y me incorporo sin alterar un ápice mi sonrisa. Alexander, el hombre que camina a mi lado, es con facilidad la fantasía de cualquier lectora calenturienta de novelas románticas. Él cumple con los requisitos del sexy, adinerado y tierno arquetipo de esos vacíos relatos; pero es mucho más que eso: es real y es mío.

Mientras bajamos las escaleras, noto que todos los que están reunidos en el gran salón principal observan atentos a nuestros movimientos. No es para menos, gasté más de mil libras en este vestido de Valentino y el tono rubí me favorece mucho. Por cierto, la decoración es muy atinada para la ocasión, un gran ramo de rosas blancas en cada esquina de la habitación, que bañado por la dorada luz del candelabro colgado en el centro del techo, desprende un aura de elegancia y refinamiento digna de admirar. Además, mi novio se las ha ingeniado para que, incluso con las mesas de comida y las esculturas en hielo, el espacio libre sea suficiente.

InconformeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora