Ambos perdimos

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«I need some shelter of my own protection baby

To be with myself instead of calamity, peace, serenity».

Big girls don't cry, Fergie.

Cuando era una niñata que se sacaba los mocos, me gustaba leer. Leí a los ocho «El Principito» y no entendí una mierda; pero luego, con los relatos de Julio Verne, Isaac Asimov y Ray Bradbury le agarré el gusto al oficio. Releí la obra de Antonie Saint Exúpery a los trece, cuando ya no me sacaba los mocos tanto y lo que antes me pareció basura sin sentido para ese entonces logró conmoverme. Cabe destacar, El Principito es mi libro favorito y aún, a los treinta y un años y con un criterio literario bien formado, sigo prendada de aquel relato infantil que al principio mi deficiencia mental no asimiló.

Contar esto de una u otra manera me agrada, me siento volver a la infancia y entiendo que esa fue la mejor etapa de mi vida. No había decisiones para tomar, ni había daños que no pudieran repararse. Luego llegó la adolescencia y fue todo un completo caos. Comencé a equivocarme una y otra vez y perdí la cuenta de las veces en que fingí que todo estaba bien cuando en realidad me estaba hundiendo cada vez en un foso más profundo. Nunca logré salir de aquel lugar, nunca logré sanar las heridas que quedaron abiertas y sangrando.

Creo que, llegados a este punto, no tengo claro si omitir la existencia de esas heridas las empeoró; pero estoy segura de que al menos en este momento de mi vida quiero trabajar en cerrarlas. Siento cómo los años se vuelven pesados, casi de plomo, sobre mi espalda (aunque sé que algunos podrían censurarme por entrar en tal dramatismo). No logré ser una niña eternamente, ni tampoco luzco ya como una adolescente, aunque pienso que hoy mismo soy un poco mejor que ayer. No mucho, quizá nadie más que yo logre notar el cambio, pero es algo.

Una media sonrisa curva mis labios mientras recuesto la cabeza y me hundo en mi asiento. Toda esta mierda es irónica. Digo, debería estar muriéndome del susto porque en menos de cinco minutos el avión va a despegar y si no mal recuerdo la última vez que me monté en uno de estos estuve a punto de morir; pero, para ser sinceros, el inevitable sudor frío que se desplaza por mi espalda es la única evidencia de que el recuerdo sigue ahí. Luego, está el vacío. El no sentir nada por estar dejando atrás todo lo que significaba algo para mí.

Cuánto quisiera que mi vida pudiese caber en una maleta, pero sé que la promesa de un nuevo comienzo está condicionada a cierto sacrificio. ¿No les parece irónico? Tener que armarnos de valor valor para no retroceder, aunque sea lo que más deseamos hacer; saber que estamos dejando atrás lo que se suponía que fuéramos, que nos estamos rindiendo al inevitable «no soy» que tanto llevaba atormentándonos.

Yo, por ejemplo, no soy lo que Alexander debería haber tenido y es una lástima que no me haya podido dar cuenta hasta que el daño fue irremediable. Aun después de que le dije que no podía casarme con él, siguió a mi lado; vivió conmigo dos meses más, hasta el momento en que estuve recuperada por completo y pude valerme por mí misma. Cuando recogió sus cosas y se marchó supe que lo había herido en lo más profundo; pero nunca me recriminó nada porque me amaba demasiado.

Seguí viéndome con Donato luego de aquello, pensaba que podía llevar el tema con estoicismo. Por ese entonces ya había vuelto al trabajo y también veía lo deteriorada que estaba Amélie. Una vez que se derrumbó en mi despacho y me contó del fracaso que resultaba ser su matrimonio, de lo incapaz que se sentía de recuperar a su esposo. Terminé convirtiéndome en su paño de lágrimas; la consolé ese y los demás días que siguieron, le dije que las cosas mejorarían tarde o temprano y hasta la dejé abrazarme y decirme que agradecía tenerme a su lado. Le daba ánimos a la esposa engañada por las tardes y me tirara al esposo infiel en las noches. Creía que me daba igual, pero tampoco soy una perra sin sentimientos.

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