El frío viento escocés me golpea el rostro mientras salgo del aeropuerto de Edimburgo. A pesar de la bufanda que envuelve mi cuello, tirito bajo la fina lluvia que cae del cielo gris. Un taxi me espera para llevarme a mi destino, una antigua casa de campo que perteneció a un clan escocés en el siglo XVIII. Donde se suponía que debía pasar mi luna de miel. La ruptura con James, mi prometido, a solo dos semanas de la boda, todavía es una herida fresca. Sin embargo, decidí no cancelar el viaje. He estado soñando con conocer Escocia desde niña, y no voy a dejar que la traición de ese imbécil me arruine la experiencia. El taxi avanza por carreteras sinuosas bordeadas de verdes prados y bosques espesos, mientras contemplo el paisaje verde y salvaje que se extiende ante mí. Las imponentes montañas de las Tierras Altas de Escocia se elevan hacia el cielo, coronadas por nubes grises. Al cabo de varias horas, diviso el Castillo MacLeod en la distancia, mi alojamiento para las próximas dos semanas. La antigua fortaleza se alza sobre la colina, con sus torres que parecen tocar el cielo. Es una construcción imponente de piedra gris, con torres que se elevan hacia el cielo. Un escalofrío me recorre la espalda al contemplar su magnificencia. El taxi me deja antes de llegar al castillo, ya que el camino se vuelve demasiado escarpado para un vehículo. Por suerte, no llevo demasiado equipaje. Observo a mi alrededor mientras camino por el sendero que conduce a la fortaleza. El aire frío llena mis pulmones con el aroma a tierra mojada y a pino. Un silencio casi sobrenatural reina en el bosque, solo roto por el canto de los pájaros y el sonido de la lluvia golpeando las hojas. De repente, un destello de color llama mi atención: un hombre pelirrojo con una falda escocesa ondeada por el viento y la lluvia. Está de espaldas y no puedo verle el rostro, pero su presencia me produce una extraña sensación de inquietud. —¡Señora Taylor! —exclama un hombre mayor y encorvado, pero de complexión robusta, acercándose a mí a toda prisa bajo la lluvia— ¿Pero cómo la dejan aquí, sin siquiera un paraguas? ¡Se va usted a resfriar! —me dice con voz áspera mientras toma mi maleta con manos callosas— ¿Su marido llegará más tarde? Yo lo miro sin expresión, tratando de ocultar el nudo que se está formando en mi garganta. —Me temo que voy a ser solo yo. Y, por favor, llámeme señorita Thompson. Aunque Anna también está bien —le informo con una sonrisa forzada. El hombre tarda unos segundos en comprenderlo, pero no dice nada al respecto, lo cual agradezco. Se presenta como Angus MacLeod, es el dueño y encargado del mantenimiento del castillo. Su acento escocés es tan fuerte que me cuesta entenderlo al principio. El señor MacLeod me conduce al interior del castillo mientras me habla un poco de la historia del castillo. La decoración es antigua y austera, con muebles de madera oscura, tapices descoloridos y armaduras colgadas en las paredes. Me siento como si hubiera retrocedido en el tiempo, pero es precioso. Hay una chimenea encendida en el gran salón, y mi cuerpo empapado se estremece de agradecimiento. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba temblando. El calor del fuego comienza a calarme hasta los huesos, ahuyentando el frío y la humedad. Enseguida me lleva a mi habitación, que se encuentra en una de las torres del castillo. Desde la ventana, tengo una vista espectacular del valle y del lago que se extiende a lo lejos. Las nubes se arremolinan en el cielo, creando un paisaje dramático y melancólico. Dejo caer las maletas sobre el suelo de madera con un golpe seco que retumba en la habitación. La casa, envuelta en un silencio sepulcral, parece absorber el sonido, dejando solo un eco fantasmal que me hace estremecer. Me asomo a la ventana y contemplo el paisaje que se extiende ante mí: un lago que refleja el cielo gris, todavía húmedo por la lluvia reciente. Un tímido rayo de sol se abre paso entre las nubes, dibujando un arco iris sobre el horizonte. La belleza del paisaje es innegable, pero no puedo evitar sentir una profunda tristeza que me oprime el pecho. Me pongo ropa seca y me estiro sobre la cama. Cierro los ojos y trato de relajarme, pero la tensión no me abandona. Odio a James. Odio lo que me ha hecho. Odio lo que me hace sentir. Pero sobre todo le odio por no dejarme disfrutar de este viaje. Incluso estando a kilómetros de distancia, su presencia me atormenta. Unos golpes en la puerta me sacan de mis pensamientos. Me doy cuenta entonces de que he empezado a llorar. Me limpio la cara con rapidez y hago uso de todas mis fuerzas para serenarme de nuevo. Camino hacia la puerta y respiro antes de abrirla. Odio a James. Me encuentro con el señor MacLeod, sus ojos reflejan una bondad genuina. —Señorita Thompson, siento molestarla —me dice con voz suave—. Solo quería informarle que, al ser una reserva con motivos nupciales, la casa estará completamente vacía durante las próximas dos semanas. Por supuesto, si así lo desea, puedo quedarme en la habitación de invitados. Lo miro con una mezcla de agradecimiento y desasosiego. La idea de quedarme sola en esta enorme casa me aterra, pero la presencia del señor MacLeod, aunque amable, solo serviría para recordarme mi soledad. —Se lo agradezco, pero creo que no será necesario. El hombre asiente con comprensión. —Cualquier cosa que necesite, estaré en la casa de invitados, cerca del viejo establo —me informa. —Ah, ¿así que el hombre que vi al llegar era su hijo? —pregunto, más por cambiar de tema que por otra cosa. El señor MacLeod me mira con el ceño fruncido. —¿Mi hijo? Oh, no. Yo sólo tengo una hija, y vive muy lejos de aquí. Es una gran abogada, ¿sabe? Estoy muy orgulloso de ella —me dice con los ojos brillantes. Yo sonrío. —Claro, disculpe. Tal vez haya visto a algún empleado, entonces —murmuro avergonzada por mi torpeza. —Como ya he dicho, la casa está vacía —me dice con una seriedad que me inquieta—. Tal vez podría describirme a ese hombre al que ha visto. Mi sonrisa se desvanece mientras trato de recordar los detalles del hombre que vi al llegar. —Era pelirrojo, muy alto y llevaba una falda escocesa —digo con voz insegura. El señor MacLeod me lanza una mirada extraña, pero luego me sonríe, mostrando sus dientes torcidos. —No se preocupe, estas tierras son muy seguras. Escocia ya no es tan salvaje como lo era antes, pero siempre hay alguno que siente la necesidad de sacar su espíritu junto a su falda y campar por las montañas. Sus palabras me tranquilizan un poco, aunque la inquietud aún anida en mi corazón. Me despide con una sonrisa amable y se marcha, dejándome sola en este lugar que, a pesar de la belleza que lo envuelve, me resulta tan extraño. El silencio se adueña de la casa, un silencio que solo se ve interrumpido por el lejano sonido del viento entre las ramas de los árboles. Un nudo se aprieta en mi garganta y las lágrimas amenazan con brotar de mis ojos, pero las contengo con fiereza. No derramaré más lágrimas por James, no le daré esa satisfacción. Respiro hondo y me pongo a caminar por la casa, tratando de distraer mi mente de los pensamientos que me atormentan. Recorro las habitaciones vacías, observando los muebles antiguos, los retratos de personajes desconocidos que me miran desde las paredes y las telarañas que se esconden en los rincones. Es un edificio pequeño para tratarse de un castillo, al menos comparado con la imagen que yo tenía en mente. Las paredes de piedra son gruesas y robustas, y las ventanas son pequeñas y estrechas, lo que le da un aire de misterio y oscuridad. Los techos son altos y abovedados, y en algunas habitaciones hay chimeneas de piedra que aún conservan el hollín de antiguos fuegos. Pero a mí me parece enorme y vacía. Cada paso que doy resuena en el suelo de madera, y mi propia voz me suena extraña en este ambiente tan silencioso. Me siento como un fantasma vagando por un lugar que no me pertenece, una intrusa en la historia de alguien más. La curiosidad me impulsa a seguir explorando. Subo las escaleras de caracol que conducen a la planta superior, donde encuentro más habitaciones vacías, todas ellas llenas de polvo y recuerdos olvidados. En una de ellas, descubro un viejo baúl lleno de cartas y fotografías. Me siento en el suelo y comienzo a hojearlas, fascinada por las historias que esconden. Las cartas están escritas en una letra elegante y cursiva, y las fotografías muestran a personas de otra época, vestidas con ropas anticuadas. Sus rostros me son desconocidos, pero sus sonrisas me parecen amables y acogedoras. De repente, siento una extraña conexión con este lugar, como si las historias de estas personas también fueran parte de mi propia historia. Sigo explorando la casa durante horas, perdiéndome en sus rincones y recovecos. Cada habitación me revela un nuevo secreto, un nuevo pedazo del pasado que se resiste a ser olvidado. El sol comienza a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rojizos. La luz se desvanece poco a poco, dando paso a la oscuridad de la noche. Me siento cansada, pero la curiosidad me impulsa a seguir explorando.Subo a la última planta del castillo, donde encuentro un pequeño ático lleno de cajas y baúles polvorientos. Empiezo a rebuscar entre ellos, con la esperanza de encontrar algún tesoro escondido. De repente, mis dedos rozan una pequeña caja de madera tallada. La abro con cuidado y descubro un anillo de oro con una hermosa esmeralda en el centro. La piedra brilla con intensidad, reflejando la poca luz que queda en la habitación. Me quedo sin aliento, fascinada por la belleza del anillo. Lo tomo entre mis manos y lo admiro con detenimiento. En el interior, descubro unas letras grabadas: E.McLeod. Me lo pongo en el dedo y me queda perfecto, como si estuviera hecho a medida para mí. Sigo curioseando un poco más por el ático, pero el sueño ya me está venciendo. Me dirijo a la habitación que el señor Leos ha preparado para mí y me sumerjo en un sueño reparador. Sin embargo, pocas horas después, un escalofrío me recorre la espalda y me despierta de golpe. No sé qué me ha sacado del sueño, pero una sensación de peligro me invade. Abro los ojos y me encuentro con una mirada penetrante clavada en mí. Unos ojos grises, como el cielo de tormenta, me observan desde la oscuridad a escasos metros de mi rostro. Un terror paralizante me invade al sentir la fría hoja de un puñal presionando contra mi garganta. La piel se me eriza y un sudor frío me recorre la frente. Intento moverme, pero una fuerza invisible me mantiene inmóvil. El hombre me mira con furia y pronuncia unas palabras en un idioma que no entiendo. Es gaélico, me doy cuenta unos segundos después, y no le entiendo. Finalmente, el hombre cambia a un inglés áspero y gutural: —¿Quién es usted? ¿Y qué demonios hace en mi casa?
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Mi Highlander del Pasado: El anillo del tiempo
RomanceAnna, devastada por la cancelación de su boda, emprende sola su viaje de luna de miel a Escocia. En una antigua casa que en su día fue el hogar de un importante líder de un clan escocés, se encuentra con un inesperado huésped: Ewan MacLeod, un apues...