Capítulo 2

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Su voz retumba en la habitación como un rugido, llenándome de un terror paralizante. Intento tragar saliva, pero mi garganta está seca como el desierto. Las palabras se atascan en mi boca, incapaces de escapar ante la amenaza que se cierne sobre mí. —¡Hable! —me grita, acercando el puñal aún más a mi garganta. La hoja afilada roza mi piel, enviando un escalofrío de miedo por todo mi cuerpo. —Me llamo Anna —consigo articular con voz temblorosa—. He venido a pasar unos días en este lugar. No sabía que era... que era suyo. Me mira con escepticismo, sus ojos grises como el acero escudriñando mi rostro. —¿Que no sabía que era mío? —dice con voz áspera—. ¿Cómo ha entrado? —Le alquilé la casa al señor MacLeod —me apresuro a explicar—. Me dijo que estaría vacía, no sabía que usted estaría aquí. El desconcierto nubla por un momento su mirada furiosa. —Nada de lo que dice tiene sentido, mujer —me espeta—. Dígame la verdad, ¿la ha enviado el viejo Ronan Sinclair? Porque si es así como pretende juntar nuestras casas, le aseguro que no va a ocurrir. Qué descaro por su parte meter a una de sus hijas en mi cama. Sus palabras me desconciertan aún más. No entiendo a qué se refiere, además su acento es demasiado marcado y sus palabras me suenan a un idioma extranjero. —Sólo he venido a pasar mi luna de miel —digo con un nudo en la garganta. —¿Luna de miel? —repite con el ceño fruncido, la confusión arrugando su frente. —Ya sabe, viaje de novios. Se suponía que tendría que haberme casado hace dos días, pero mi prometido me dejó dos semanas antes de la boda. Y el viaje ya estaba pagado así que decidí aprovecharlo —digo casi sin respirar. No sé por qué le estoy contando esto a un desconocido. Tal vez sea el efecto que tiene en mí tener un puñal pegado a mi cuello—. Por eso estoy aquí sola. Me mira con una mezcla de incredulidad y furia. —Así que, como la han abandonado, ha venido a probar suerte conmigo, ¿eh? —¡No! Por Dios, no. ¡Ni siquiera sabía que estaría aquí, ya se lo he dicho! Su mirada se clava en la mía, buscando una respuesta que no tengo. La tensión en la habitación es palpable, el aire se siente denso y cargado de peligro. De repente, se aleja de mí, guardando el puñal en su cinturón. Me mira con una mezcla de lástima y desprecio. Yo me incorporo y lo observo con detenimiento. Es enorme, mucho más alto de lo que me había parecido al principio. Su pelo pelirrojo, enmarañado por el viento y la lluvia, cae sobre su frente en mechones rebeldes. Viste una falda escocesa de tartán verde y marrón, y una camisa blanca remangada hasta los codos que deja al descubierto unos brazos musculosos y curtidos por el sol. No puedo evitar compararlo con la figura que vi esta mañana, vagando por las tierras de la propiedad. La misma altura, la misma complexión, el mismo color de pelo. Un escalofrío me recorre la espalda. —¡Es usted! —exclamo de repente, rompiendo el silencio—. ¡Le vi esta mañana, cerca de la casa! Sus ojos grises me miran con una mezcla de confusión y recelo, y su ceño fruncido no hace más que intimidarme. —Por supuesto, ya le he dicho que esta es mi casa —responde con voz áspera, sin apartar la vista de mí. —Pero el señor MacLeod me ha asegurado que no había nadie, que estaría sola. Un brillo de sospecha se enciende en sus ojos. —¿Por qué iba mi padre a decirle eso? —Oh, ¿así que Angus MacLeod sí que es su padre? Pero si dijo que no... De repente, su rostro se transforma en una máscara de furia. —¿Angus MacLeod? ¿Quién demonios es ese? —ruge, dando un paso hacia mí—. Mi padre, y señor de esta casa, es Laird MacLeod. Jefe de nuestro clan. Lo miro sin comprender. Nada de lo que dice tiene sentido. Pero hay algo de todo esto que me resulta familiar. He oído ese nombre antes. O, mejor dicho, lo he leído en alguna parte. Algo se enciende en mi cabeza cuando miro al hombre que está frente a mí. —¿Puedo preguntar su nombre? —me atrevo a preguntarle. Él no relaja su ceño pero asiente con un gesto brusco. —Ewan MacLeod, hijo menor de Laird MacLeod. Por supuesto. He leído acerca de Laird MacLeod y sus hijos, apenas unas horas antes, en los libros y cartas que he encontrado en el ático. Pero... es imposible. Si no creo recordar mal, las cartas que hablaban de ellos estaban datadas en el siglo XVIII, hace más de 200 años. Vuelvo a mirarlo, fascinada por su presencia. Su aspecto, su ropa, su manera de hablar... parecen sacados de una novela antigua. Mi sentido común me dice que es imposible, que estoy alucinando, pero no puedo ignorar el hecho de que lo tengo justo delante de mí. Me levanto con cuidado, olvidando por completo el puñal que me ha amenazado solo unos minutos antes. Me acerco a él, impulsada por una fuerza que no puedo controlar. —¿Qué ocurre? —me pregunta, pero yo le ignoro. Llego hasta él y, con un dedo, le doy un golpe en el pecho. Es real. No puede ser más real. Pero es imposible. —¿Se puede saber qué está haciendo? —dice fulminándome con la mirada. Tengo que levantar la cabeza por completo para poder mirarle a la cara. Dios mío, es enorme. Sus hombros son anchos y sus brazos musculosos, curtidos por el sol y el trabajo, parecen capaces de partirme en dos con un solo movimiento. Sus ojos grises me miran con una mezcla de confusión e ira. —No puede ser... —murmuro para mí misma, sin poder creer lo que estoy viviendo—. Es imposible. —¿Qué es imposible? —me pregunta con impaciencia. —Tú... —digo, señalándolo con el dedo—. Esto... No puede ser real. Sus ojos se entrecierran y me mira con una intensidad que me hace sentir incómoda. —¿Qué está diciendo? ¿Está usted loca? —No... —digo, retrocediendo un paso, sintiendo como la cordura se me escapa entre los dedos—. O, sí. Tal vez lo esté. Tal vez todo esto sea un sueño, una alucinación provocada por el miedo o la soledad. Eso tendría más sentido. Pero todo parece tan real... Vuelvo a tocarle, mi dedo choca contra su duro pecho, sintiendo la calidez de su piel bajo mis dedos. Él carraspea incómodo, apartándose ligeramente de mí. —Le agradecería que dejara de hacer eso —me pide con voz tensa. No. No es un sueño. ¿Un fantasma? Tampoco, su piel es cálida y su cuerpo emana una energía vibrante que lo hace parecer más vivo que nadie que haya conocido antes. ¿Cómo es posible, entonces? En ese momento, mi teléfono móvil suena en medio de la noche, rompiendo el silencio con una estridencia que nos hace saltar a ambos. Ewan se yergue, sacando su puñal y colocándose en posición de lucha mientras mira a su alrededor con ojos desorbitados. —¿Qué demonios es eso? —exclama, intentando ocultar el susto que se refleja en su rostro. Yo me apresuro a apagarlo, ni siquiera me molesto en mirar de quién se trataba. Se lo enseño con cuidado, sosteniéndolo entre mis dedos como si fuera un objeto frágil. Él observa el aparato con una mezcla de curiosidad y recelo, como si no hubiera visto nada igual antes. Lo cual confirma mis sospechas. —Señor MacLeod —empiezo a hablar, sin tener muy claro cómo abordar el tema—. Tengo mis sospechas de que usted está en un lugar al que no pertenece. Ewan se vuelve hacia mí con furia de nuevo, su rostro enrojecido por la ira. —¿Disculpe? ¡Esta es mi casa! En cualquier caso, es usted quien no debería estar aquí —gruñe, blandiendo su puñal en un gesto amenazador. Trago saliva, en un intento de ocultar el temblor en mi voz. —Lo que quiero decir es que esta sí fue su casa, pero hace 200 años. El rostro del escocés se arruga en una expresión de desconcierto. —¿200 años? Está usted loca —dice empezando a perder la paciencia. Pero yo no me rindo, tengo que hacerle comprender la situación. —¿En qué año cree que estamos, señor MacLeod? —pregunto, intentando mantener la calma. Él me mira como si yo fuera idiota. —¿En qué año dice...? 1774, por supuesto —responde con arrogancia. Me apresuro a recoger una de las revistas que Angus MacLeod ha dejado para mí en la mesilla de noche y le muestro la fecha en la portada. —¿Lo ve? No estamos en 1774, si no en 2024. Su mirada se fija en la revista y sus ojos se abren con sorpresa. Sus facciones se contraen en una expresión de confusión y desasosiego. —No lo entiendo... —murmura, su voz apenas un susurro—. No puede ser... —Sus ojos, dilatados por el terror, se clavan en los míos, buscando una respuesta que yo no puedo darle. Me acerco a él, sin saber qué más hacer. La impotencia me invade mientras observo su rostro pálido, sus labios temblorosos, la confusión y el miedo que se reflejan en sus ojos. —Señor MacLeod, creo que usted ha viajado en el tiempo. Mis palabras parecen golpearlo como un puño en el estómago. Retrocede un paso, tambaleándose como si le hubieran quitado el suelo bajo sus pies. Su cuerpo, antes fuerte y erguido, semeja ahora una marioneta a punto de desplomarse. —¡Está loca! ¡Eso es imposible! —grita, golpeando la mesa con su puño cerrado. La madera cruje bajo la fuerza de su impacto, y un temblor recorre mi cuerpo. Se gira y corre hacia la puerta con pasos agigantados. —¡Señor MacLeod! —grito, tratando de detenerlo— ¡Espere! ¡Tiene que escucharme! Pero mis palabras son inútiles. Sale corriendo de la habitación y yo lo sigo, sin saber qué más hacer. —¡Hamish! ¡Dougal! ¡Alguien que venga! —grita con voz desesperada. Pero no hay respuesta. El único sonido que se escucha es el eco de sus pasos en la casa vacía, una casa que parece tragarse sus súplicas y devolverle solo un silencio ensordecedor. Finalmente, se detiene en medio del pasillo, jadeando por la falta de aire. Su pecho se eleva y cae con violencia, como si estuviera a punto de estallar. —No puede ser... —murmura, mirándose las manos como si no las reconociera—. No puede ser... Se tambalea hacia atrás y se apoya en la pared fría. Sus ojos se cierran y su cabeza cae hacia un lado. —No puedo... respirar... —dice, con la voz apenas un susurro que se escapa de sus labios entrecortados. —Señor MacLeod, cálmese —le digo, tratando de sujetarlo—. ¡Tranquilícese! Pero mi voz no parece llegar a él. Su mirada se vuelve vidriosa, sus ojos se desvían hacia un punto lejano, y su cuerpo se desploma hacia el suelo como un árbol talado. Un golpe seco resuena en la madera, y un escalofrío me recorre la espalda. —¡No! —grito, arrodillándome junto a él— ¡Señor MacLeod! ¡Ewan! Su cuerpo está inerte. Pongo mi mano sobre su pecho y siento que su corazón late con fuerza descontrolada. Se ha desmayado.

Mi Highlander del Pasado: El anillo del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora