Paso el resto de la noche junto a él. He tenido que arrastrarlo escaleras abajo, una tarea titánica que ha puesto a prueba mi fuerza y mi resistencia. Sus músculos rígidos, como si de una estatua se tratase, se resistían a mis esfuerzos. Su peso muerto era una carga casi insoportable. Moverlo ha sido, sin lugar a dudas, uno de los mayores retos a los que me he enfrentado jamás. Finalmente, lo he conseguido colocar sobre el sofá, cerca del fuego que crepita en la chimenea. Su cabeza descansa sobre un cojín, su rostro pálido se refleja en la luz rojiza de las llamas. Tiene una herida en la frente, un corte superficial producto de la caída. No es nada grave, pero me tomo la molestia de limpiarla y colocarle un apósito adhesivo para detener la pequeña hemorragia. Sus ojos permanecen cerrados, su rostro pálido y demacrado refleja el tormento que ha vivido. Me siento junto a él en el sofá y lo observo en silencio. Su respiración es profunda y irregular, su pecho se eleva y cae con cada jadeo. Su rostro, anteriormente serio y severo, ahora se ve relajado, casi angelical. Siento una punzada de compasión al observarlo. Su cuerpo, antes fuerte y erguido, ahora se ve frágil y vulnerable en el sofá. Sus ojos, cerrados bajo la tenue luz de las llamas, parecen ocultar un dolor profundo, una tristeza que me conmueve hasta las entrañas. Está perdido, solo y confundido, un guerrero fuera de su tiempo atrapado en una época que no comprende. Y no puedo evitar sentirme responsable de él, de que esté aquí. De alguna manera, soy la responsable de su desdicha, de su desconcierto ante un mundo que le es extraño. Me aventuro a apartarle un mechón pelirrojo del rostro. Su cabello, áspero y enmarañado, se desliza entre mis dedos como un río de fuego. Una leve caricia que él parece detectar como una amenaza. Su mano se cierra sobre mi muñeca, deteniéndome en el acto. Sus dedos, fuertes y callosos, aprietan con una fuerza que me sorprende. Sus ojos grises se abren de repente, clavándose en los míos. Son ojos llenos de desconfianza, de miedo, de una ira que se ve contenida a duras penas. —Sigue aquí... —dice con voz grave, un poco triste al comprender la situación. —Lo siento —murmuro, apartando mi mano del sofá con timidez. Mi corazón palpita con fuerza en mi pecho, avergonzada por haber invadido su espacio personal. Me levanto, sin saber qué hacer con mis manos. —He hecho un poco de té, ¿le apetece? —digo mientras le sirvo una taza caliente para después entregársela. Él se incorpora y la acepta sin ofrecer resistencia. Su aspecto es el de un guerrero derrotado, un león herido que ha perdido la batalla. —Le sentará bien. Se lleva la taza a los labios y bebe un sorbo lento. El vapor del té se eleva en el aire, creando una atmósfera irreal. Nos quedamos en silencio durante unos minutos. El crepitar del fuego en la chimenea y el suave sonido de la respiración de Ewan son los únicos sonidos que se escuchan. Empieza a amanecer. La luz tenue del alba se filtra por las ventanas, iluminando la habitación con una luz tenue. —Siento haber reaccionado así —dice de repente. Lo miro a los ojos, sorprendida por su cambio de actitud. —No se preocupe —respondo—. Entiendo que esté molesto. Todo esto es muy confuso. Ewan asiente con la cabeza. —¿Qué es lo último que recuerda? —le pregunto— Antes de aparecer en la habitación, me refiero. Él frunce el ceño, como si tratara de concentrarse. —Estaba en casa, en mi habitación, la misma que usted ha decidido invadir sin ningún derecho —añade con un tono sarcástico—. Hacía meses que no pasaba por Castillo MacLeod y encontré el anillo de mi madre, el que me entregó cuando tuve edad de casarme. Lo sujeté entre mis manos y después, usted estaba ahí, durmiendo en mi cama. Hacía meses que no pasaba por Castillo MacLeod, y encontré el anillo de mi madre, el que me entregó cuando tuve edad de casarme. Lo sujeté entre mis manos y después..., usted estaba ahí, durmiendo en mi cama. Me sonrojo involuntariamente. La idea de que me haya visto durmiendo me incomoda, pero trato de mantener la compostura. —¿Un anillo? —repito, intrigada por su historia. Ewan asiente con la cabeza. —Un anillo simple de oro, con una esmeralda en el centro —me describe sin mirarme. De repente, un recuerdo me golpea. Recuerdo ese anillo. Lo encontré en el ático junto al resto de las cosas. Recuerdo ponérmelo y... Me miro la mano donde todavía descansa. Oh, vaya. —Tiene una inscripción en el interior —continúa Ewan—, "Dà anam, aon chridhe". Dos almas, un corazón —me traduce—. Desconozco las razones de por qué mi madre creyó apropiado que lo tuviera yo. Me quito el anillo con rapidez y se lo entrego. Ewan lo observa con los ojos desorbitados. —¿Además de allanar mi hogar, roba mis pertenencias? —exclama enfurecido. Esta vez soy yo quien frunce el ceño. —¡Alquilé la casa legalmente! —insisto— Y no soy una ladrona. Lo encontré en el ático y me lo probé porque me parecía bonito. Luego olvidé quitármelo, pero no tenía ninguna intención de quedármelo —le aseguro con firmeza. Ewan me mira con recelo, y luego vuelve su atención al anillo, admirándolo con cariño. —Está en perfecto estado —dice con una sonrisa sincera que ilumina su rostro. Y, por primera vez, me fijo en lo atractivo que es—. Aunque, si después de 200 años sigue en esta casa, supongo que significa que no me casaré nunca. Sus ojos grises, brillantes como el acero, que cuando me miran lo hacen con una intensidad que me hace sentir incómoda y fascinada a la vez. Su cabello pelirrojo, ligeramente despeinado por la noche, enmarca una cara curtida por el sol y el viento, con una nariz prominente y una mandíbula fuerte. Aparenta unos veintisiete años, más o menos mi edad. En la época en la que estamos llegar soltero a esta edad no es nada extraño, pero hace 200 años... —¿No le gustaba nadie? —me sorprendo a mí misma preguntándole. Abro mucho los ojos al darme cuenta y me disculpo enseguida—. Disculpe, no quería... —¿No le gustaba nadie? —me sorprendo a mí misma preguntándole. Abro mucho los ojos al darme cuenta de mi atrevimiento y me disculpo enseguida—. Disculpe, no quería... Ewan muestra una sonrisa de nuevo, una sonrisa tímida y encantadora que me deja sin aliento. —No, supongo que no me gustaba nadie. Al menos, no lo suficiente como para casarme. Volvemos a sumirnos en un silencio incómodo. Yo no puedo dejar de pensar en el anillo que brilla en su mano. Según lo que ha dicho, lo último que recuerda antes de viajar al futuro es mientras lo sujetaba. El mismo anillo que descansaba en mi mano hace unas horas. Y casualmente, Ewan ha aparecido justo donde estaba yo. Tal vez sea casualidad, pero ¿y si no lo es? Comparto mis deducciones con él. Llegados a este punto, ya nada me parece tan descabellado como tener a un salvaje escocés del siglo XVIII delante de mis narices. —Podría tener relación, pero sigo sin comprender cómo ocurrió para poder deshacerlo —explico con voz temblorosa. Él se rasca la barbilla, cubierta por una fina capa de barba incipiente pelirroja. Sus ojos se entornan mientras me observa con recelo. —¿Seguro que no me está engañando? —inquiere con una voz áspera. No me cree. Y no lo culpo. Si hubiera ocurrido al revés, y hubiera sido yo quien terminara en su época, tampoco me lo creería de buenas a primeras. —Déjeme mostrárselo, vayamos a la ciudad y véalo con sus propios ojos. Podrá comprobar que no le miento. Ewan se lo piensa durante unos minutos, sopesando sus opciones. Finalmente, parece llegar a una decisión. —Ah, pero antes debe cambiarse de ropa —le digo antes de que salga por la puerta—. Puede que haya gente que todavía use kilt, pero aún así creo que será mejor que use pantalones. No quiero que llame demasiado la atención. —¡Cómo osa! —exclama él, indignado—. ¡El kilt es una prenda honorable y tradicional de mi clan! No pienso quitármelo. Su voz se eleva y su rostro se enrojece de ira, sus ojos grises brillando con una intensidad feroz. Yo bufo, sintiendo cómo la paciencia se agota en mí. Menudo temperamento tiene este hombre. —Está bien, tengo una idea que podría funcionar —le digo antes de pedirle que me acompañe. Unos minutos más tarde, Ewan MacLeod se encuentra vestido con una extraña combinación de ropa: unos pantalones vaqueros y una camisa más moderna que he encontrado en una de las habitaciones de la casa, pero con su kilt aún encima de ellos. Se ha acicalado un poco, peinando su cabello pelirrojo hacia atrás y se ha quitado la mugre del viaje. La verdad, casi no puedo mirarlo sin ponerme nerviosa. ¿Todos los hombres de su época eran así de atractivos o me ha tocado a mí tratar con el guapo del clan? —¿Y bien? —le pregunto mientras se observa en uno de los espejos, intentando ocultar mi fascinación por su nueva apariencia. Ewan bufa con descontento fingido, pero no puedo evitar notar una chispa de humor en sus ojos. —No es tan horrible como pensé —murmura, y yo reprimo una sonrisa. —Bien, ahora deje sus armas y podremos irnos. Ewan se ríe, una carcajada grave que hace que mis piernas flaqueen un instante. —Muy graciosa, mujer. —Lo digo en serio. No puede ir con armas por ahí, le arrestarían —le advierto con preocupación. Ewan se cruza de brazos, su mirada se vuelve desafiante. —Ya ha intentado arrebatarme los colores de mi clan, ¿y ahora pretende que vaya desarmado? —espeta, su voz resonando en la casa—. ¡Un hombre sin su espada no es un hombre! Este va a ser un problema mayor de lo que pensaba. No termina de creerse que estemos en el año 2024, y no va a deshacerse de sus armas solo porque yo se lo diga. —De acuerdo, sólo aquellas que no se puedan ver a la vista —cedo un poco—. Y tiene que prometerme que no las vas a utilizar a menos que sea absolutamente necesario. El hombre medita sobre ello durante unos segundos, su mirada feroz clavada en la mía. Finalmente, acepta con un gruñido. Todavía es pronto cuando salimos de la casa y bajamos a pie hasta el lugar donde he pedido un taxi mientras Ewan se cambiaba. Le pido que no se asuste, que mantenga la compostura y, sobre todo, que mantenga sus dagas guardadas. Trato de prepararlo para lo que verá, describiendo el vehículo lo mejor que puedo, aunque tampoco sé explicarle su funcionamiento para que me entienda. Solo rezo para que no se abalance sobre el taxi al verlo. Sin embargo, cuando llega el coche, mi acompañante escocés se comporta mejor de lo que esperaba. Puedo ver el miedo en su mirada y la tensión en su cuerpo, rígido como un palo, pero se sube al taxi sin rechistar. Se pasa el viaje en tensión, observando cada detalle de su alrededor con ojos desorbitados y una mano descansando sobre su daga escondida. Tal vez es un mero gesto para tranquilizarse, pero yo no le quito el ojo de encima por si decidiera sacarla. Cuando finalmente llegamos al centro de Edimburgo, Ewan se baja del coche con una rapidez que delata su nerviosismo. Me ayuda a desmontar como buen caballero de modales que es, pero en cuanto sus pies tocan el suelo, se queda petrificado.
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Mi Highlander del Pasado: El anillo del tiempo
RomanceAnna, devastada por la cancelación de su boda, emprende sola su viaje de luna de miel a Escocia. En una antigua casa que en su día fue el hogar de un importante líder de un clan escocés, se encuentra con un inesperado huésped: Ewan MacLeod, un apues...