Prólogo: Los hombres no lloran lágrimas

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Los hombres no lloran lágrimas.

Pero gotas de agua salada resbalan por mis mejillas como corrientes en cada sollozo. El dolor me ha sacudido por dentro las entrañas. Me revuelvo en el colchón a lo que parecen años luz de la infancia. La madurez me ha maltratado, lo sé.

A los seis años recitaba poemas a mi Andalucía y levantaba la mano en clase y cantaba canciones sin vergüenza aunque no supiese cantar. A los diez años me ponía botas de agua de brillo y pantalones de lunares y bailaba con mis padres en las bodas. A los once años fui rechazada por el primer hombre que me gustó y me empecé a mirar en los espejos con recelo, como la que observa algo ajeno, como si mi cuerpo no fuese mío, como si quisiese escapar de él. A los doce años me empezaron a llamar "gorda". Me lo habían llamado durante toda mi vida, de hecho, solo que no en esos términos. Qué grande es. Es la mayor de su clase. Qué crecidita. ¿Te queda bien la ropa de tu madre?

A los catorce años descubrí cómo se sentía ser la pata coja de la mesa, la amiga por la que los chicos no preguntan, la graciosa. A los quince supe lo que era desear de verdad a alguien a quien no puedes tener. Me refugié en las letras y en los personajes ficticios que sí se hubiesen fijado en mí en una habitación llena de otras mujeres. Traté de ignorar las miradas furtivas al objeto de mi envidia y los rechazos y los hombres y las citas que nunca pasarían y los sueños y los presagios.

A los dieciséis años vi el cielo por primera vez en otras manos. Nunca había llorado de placer, pero en ese momento probablemente sintiera ganas de hacerlo.

A los diecisiete me hice atractiva. Más delgada, más oscura, más misteriosa. Me teñí el pelo de negro y me abracé a la validación masculina y a los piropos y a los cubatas que yo no me pagaba. Fue el punto de inflexión de la mujer que soy hoy.

A los dieciocho años me he dado cuenta de cuánto odiaba y odio las fiestas. De que soy un desastre de emociones en constante evolución que llora todos los domingos. Todos los domingos. Religiosamente. Y no solo los domingos.

Emocionada, observo a las mujeres a mi alrededor y noto sus entrañas, al igual que las mías, revueltas por el paso del tiempo. Veo las lágrimas invisibles en sus mejillas. Sus labios rotos y secos de tanto dolor. Madres y amigas y primas. Todas unidas bajo el mismo concepto de sufrimiento. Llorando en el nacimiento, en el parto, en la traición. Puñales clavados por la espalda, y en vez de sangrar, nosotras lloramos. Y seguimos llorando.

La madurez nos ha maltratado, pero cuánto nos ha regalado. El mar también es agua salada. Y es libre. Las nubes también lloran.

Pero vosotros, los hombres, ¿qué sois, sino presos de vuestras propias cárceles de entereza a los que os han robado el mar de los ojos?

Sufrís como cualquiera pero nadie se da cuenta. ¿Hay peor castigo que sufrir en silencio? ¿Que amar en silencio? ¿Que dolerse en silencio?

Lloran los niños, pero ¿los hombres?

Los hombres no lloran lágrimas.

Amar al borde del precipicioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora