Sé que quizá es algo diferente a lo que están acostumbrados pero espero que
les guste.
Suena la campana y todos caminan apretujados entre los pasillos, charlando y riendo, tratando de llegar hasta el patio. Todos menos el profesor Morgan quien trae más prisa que de costumbre por llegar a su siguiente clase a tiempo, quizá hasta podría tomar un café puro e infinitamente recalentado antes de entrar (lo cual, para los pobres practicantes incapaces de llegar a la cafetera antes que los titulares resultaba todo un lujo).Daba grandes zancadas con sus zapatos de cuero pisando más fuerte de lo que le habría gustado admitir con la cabeza en sus asuntos y la mirada flotando por los arbustos de flores amarrillas (algunas apenas vivas y algunas inexistentes aún) hasta que reparó sin darse cuenta apenas en una mancha negra que bajo ellos se encontraba.
Al principio creyó que podría ser un agujero pero al pasar junto a él se dio cuenta de que se trataba de un libro, pequeño y delgado, totalmente negro. Lo ignoró y siguió su camino, no sería la primera vez que algún alumno descuidado dejaba sus objetos personales en cualquier parte.
Al entrar al salón ya todos estaban en sus lugares esperándolo y tuvo que olvidarse del café.Pasó una hora, pasaron dos, finalmente la libertad. Tomó sus cosas intentando disimular frente a los jóvenes que no estaba tanto o más ansioso que ellos por llegar finalmente a casa, sonrió para sí, un largo baño caliente y varios libros abiertos lo esperaban junto a la ventana.
Se abrió paso como pudo entre la multitud de adolescentes bulliciosos que se empujaban unos a otros, como si eso no los retrasara aún más.
De pronto un destino caprichoso lo obligó a mirar a la derecha y otra vez ahí estaba, exactamente igual que hacía unas horas, como si el tiempo no existiera en absoluto en ese pequeño refugio de hojas y pasto recién cortado.Se acercó despacio a él y con cuidado lo tomó entre sus manos. Al hacerlo una pequeña carga eléctrica ascendió por las puntas de sus dedos y le cosquilleó las muñeca. Parecía estar forrado en cuero de una calidad demasiado buena para una libreta de apuntes.
Resolvió volver a la oficina principal y dejarlo en la caja de objetos perdidos antes de salir por la puerta lateral que estaba más cerca y que casi nadie usaba.
Apenas había caminado algunos pasos cuando tuvo que pararse una vez más a apreciar la suave y frágil danza de un papelito que descendía desde del cuaderno hasta caer completamente extendido sobre el suelo mostrando con orgullo una marca rojo sangre y unas palabras del mismo color "19 de septiembre: El día en que morí".
"Pero eso no es posible -pensó el profesor- apenas empezó septiembre" y entonces entendió...y entonces entendió.
En cuanto cruzó la puerta se puso a trabajar. Creía que ya nadie escribía diarios íntimos a esas alturas de siglo pero bien sabia él que los jóvenes suicidas eran capaces de muchas locuras.
Desde la penumbra de su sala, el profesor repasaba con la vista una y otra vez los papeles que frente a el descansaban. Anotaciones escritas en una letra apresurada, apenas legible, típicas de quien está pensando demasiado rápido o nada en absoluto, el hermoso cuaderno negro abierto en la última página y algunos informes de las estudiantes que podrían haberlo escrito, es decir, todas las chicas de secundaria cuyo nombre comenzara con "An"
Es sorprendente cuánta información que se puede obtener en solo con par de horas con las palabras adecuadas y una amigable sonrisa.
No tardó en reducir la lista a solo seis. Seis nombres. Seis vidas.
_Ana Wilson: Demasiado rubia, buscaba a alguien de pelo oscuro.
_Ana Beth Larense: Pertenecía al equipo de voleibol femenino. La pequeña escritora detestaba sudar.
_Ariadna Morales: Pelirroja y con demasiados amigos como para tomar café por las tardes y leer a Poe.
_Analía González: Extranjera
_Mariana Prada: Demasiado femenina. Esta Anna detestaba su cuerpo.
_Anais Morgan: 17 años. Cabello negro. Introvertida. Miembro del club de lectura pero pésima estudiante. Más faltas de las que debería. En resumen: Perfecta.
Pudo sentir como le sudaban las manos cuando sacó su teléfono. Sabia lo que tenía que hacer.
Apenas eran las siete pero no había casi nadie en las frías calles. Las personas aprovechaban las pocas horas de sol y luego corrían a refugiarse en sus casas.
Él en cambio, caminaba tranquilamente sobre el puente, tarareando a Espineta, le parecía que al mar también le gustaba.Luego de un rato la vió y se acercó con una cautela bien disimulada, sabia que la confianza lo era todo. Apoyó los codos en el helado metal del que pendía su vida y con la mirada aún fija en el agua, como quién pregunta la hora se escuchó decir "¿en serio vas a hacerlo?".
La joven se limitó a mirarlo de arriba a abajo, habia notado su presencia quizá incluso antes que él.
Soltó su pequeña mano del barandal para tendérsela.Las palabras eran innecesarias.
Sus zapatos estaban colocados bien rectos en el borde del puente, los abrazos ya dados, las lágrimas ya saboreadas, la decisión tomada.
La pregunta había quedado flotando entre ellos, los rodeaba y los envolvía en una burbuja más cerca del cielo que del mundo.
Decidió imitarla.
Desde esa altura el sol se reflejaba sobre el mar de la forma más hermosa y dulce.
El viento acariciaba sus cabellos y les traía un aroma fresco desde lo profundo del océano. Una buena despedida. Se miraron una última vez y el mundo se calló.Varias horas pasaron hasta que las sirenas comenzaron a chillar casi tan fuerte como la mujer que, arrodillada en mitad del puente, lloraba desconsolada mirando en el borde los pulcros y desolados zapatos de su hijo. Lejos, a varios metros del caos la marea se hacia la desentendida arrastrando consigo un maltratado papelito que susurraba con su roja tinta "19 de septiembre".