III. El inventor y el fantasma

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Esa madrugada me quedé en mi antigua recámara. Mandé avisar a Mary, con un mensajero, que estaría unos días en Baker Street. Me saqué la ropa, abrí el armario y encontré en perfecto orden, unas sábanas y ropa de dormir. Inmediatamente asentí para mí. Así eran la señora Hudson y por supuesto, mi viejo amigo. Sus atenciones a mi persona, aun estando ausente, me hacían sentir apreciado, ya que eso significaba que a menudo pensaban en mí.

Me sentía cansado, tenso. El dolor de mi pierna ya llegaba hasta el muslo. Afortunadamente al recostarme en la cama sentí alivio. Me cubrí con la manta, ya que el frío de la noche aumentaba. Sin nada más que el techo como paisaje, comencé a pensar y eso, inevitablemente, me empujaba a recordar. Conforme caía en los brazos de Morfeo, espectros del pasado desfilaban en mi cabeza. Mi padre, golpeándome. Mi madre interponiéndose entre él y yo y mi hermano huyendo por la calle, para no volver a casa nunca más. Tal vez mi mente se rebelaba a concentrarse en pensamientos intrincados por mis patéticas memorias.

Pasó algún tiempo antes de que me quedara profundamente dormido. Mi sueño me llevó a la Segunda Guerra Anglo-Afgana. Al campo de batalla de Maiwand. Con el 66° regimiento. Todo lo que podía ver y oír era la voz de la muerte. Gritos desgarrados por explosiones y disparos. Cada uno de ellos resonaba en mi ser con terrorífica intensidad. El cielo era de un intenso color sangre. Daba órdenes voz en cuello, pero ninguna de ellas era escuchada. Me vi una vez más socorriendo al joven Laurel Travers de la hemorragia de su vientre destrozado. Me sentía atrapado en arena, todo se movía lentamente, excepto mis enemigos. Me volví para tomar una venda. Cuando levanté la mirada, descubrí que los atacantes ya estaban en la trinchera. Un Jezail me apuntaba. Esta vez no disparó con efusividad como lo hizo en la vida real. Se tomó su tiempo y con una mirada envuelta en un halo luminoso preparó su arma. Apuntaba a mi cabeza. Estaba por dispararme. Repentinamente, como un sutil aroma llevado por el viento, escuché algo en el fondo de la estruendosa escaramuza. Eran las débiles notas producidas por un violín.

Traté de identificar la melodía << ¿Paganini?>>* Me sorprendí al escuchar mi propia voz haciéndome la pregunta. El Jezail se transformó en el fantasma que habíamos visto en la mansión Townsend y después, lo que me rodeaba, comenzó a convertirse en polvo blanco. Todo era volatilizado por el furioso aire que llevaba la melodía que iba en crescendo.

Abrí los ojos sudando frío, aferrado con fuerza a los bordes de la cama. El sol entraba de manera lánguida por la ventana. Holmes y su Stradivarius me habían rescatado de esa horrenda pesadilla.

Más tranquilo me levanté, hice mis abluciones y salí a la sala común. Holmes, aún en bata, depositaba su violín sobre él diván y la señora Hudson servía el desayuno.

—Siéntese, Watson. —Me invitó Holmes sentándose a la mesa.

Accedí arrastrando los pies. Yo no soy una persona que le agrade levantarse temprano y Holmes es de los que detesta dormir cuando hay algo interesante que hacer.

La señora Hudson sirvió una tarta, huevos pasados por agua, la tetera con earl grey**, tocino, pan, mantequilla y otras sustanciosas viandas. Después salió para traer algo más de la cocina.

Holmes tomó su taza, se sirvió el terso líquido oscuro del pote y le agregó un poco de crema. Con un movimiento delicado lo acercó a sus labios y bebió un poco.

—Excelente, como siempre — Dijo mientras se hacía de la edición matutina del Strand.

Me serví té, al probarlo no me resultó agradable. Tenía un sabor a sangre. Comprendí que no era la infusión. Cuando tengo pesadillas sobre Maiwand, mi boca percibe ese gusto. Además, otra cosa me molestaba, no había forma de que mi pierna estuviera cómoda. Cualquier posición me causaba dolor.

El viajero de Baker StreetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora